Con la caída del muro de Berlín, casi todos
imaginamos que se cumpliría la profecía de John Lennon: “… and the World will be as one”. Europa avanzaba hacia la unidad
política, y el mundo pensábamos que ya era una aldea global. Pero pronto nos
dimos cuenta de que no iba a ser así: guerras en los Balcanes y desmembración
de Yugoslavia, afloramientos de dormidas nacionalidades, no siempre pacíficos,
en lo que fue la URSS…
Más de un cuarto de siglo después: Brexit,
“desconexión” de Cataluña, un autoproclamado estado islámico que hace “la
guerra santa”, populismos de ideología trasnochada incluso en la cuna de la
democracia contemporánea. El futuro no es como ni John Lennon ni como casi todos
nosotros nos lo habíamos imaginado, ni muchísimo menos. Durante algunos años
pensábamos que el siglo XXI había comenzado con la caída del Muro, pero
estábamos equivocados; comenzó el 11 de septiembre de 2001.
Cuando viví en Filipinas empecé a interesarme
vivamente por las cuestiones identitarias; descubrí al gran Nick Joaquín, que
había sido el defensor a contracorriente, en plena explosión del nacionalismo
filipino, del ingrediente español como factor esencial en la formación de la
identidad filipina. Por paradójico que pueda resultarnos hoy, Filipinas fue una
creación española; los filipinos sólo comenzaron a tener conciencia de una
identidad común al final de la presencia española en el archipiélago; de hecho
en el siglo XIX se consideraba filipino al español nacido en las islas, es
decir al criollo, para diferenciarlo del español de la metrópoli, a quien se
llamaba peninsular. Es bastante obvio que la creación de muchos de los estados
actuales es fruto del colonialismo, o si se prefiere del pos-colonialismo; lo
que no le resulta tan obvio a muchos es que también muchas identidades
nacionales lo son.
Al vivir en Argelia, pude comprobar que este país, mutatis mutandi, era como Filipinas: una
creación, en este caso francesa. Éric Zemmour lo ha dicho de una vez por todas
con esta boutade: “L’Algérie n’existe pas c’est une invention
de la France.” (“Argelia no existe; es una invención de Francia”. La
ausencia no ya de un estado, sino de un poder político de cierta fuerza y capacidad
de ser reconocido como tal, en la era pre-colonial hizo que ambos países, o
mejor dicho territorios, fueran fuertemente colonizados por potencias
culturalmente muy distantes: España y EEUU en el caso de Filipinas; Francia en
el caso de Argelia; lo que hace que su cultura resultante sea bastante
diferente -en no pocos casos denostada y siempre mal entendida- de la de sus
vecinos respectivos, étnicamente afines: malayos y arabo-bereberes
respectivamente.
En Marruecos, donde vivo ahora, el caso es distinto,
a pesar de haber sido también colonizado, bajo forma de protectorado en el
siglo XX. Y la diferencia se debe básicamente a la existencia de ese poder
político del que carecían Filipinas y Argelia; en el caso marroquí, un poder secular
en forma de monarquía. La existencia de estados como España, el Reino Unido o
Marruecos, se explica en función de las monarquías que aglutinaron –y siguen
aglutinando- a diferentes pueblos, tribus o naciones. En cierto sentido también
podría decirse algo parecido de Tailandia en el sureste asiático.
Como bien expresaba Nick Joaquin, la formación de una
identidad es un proceso dinámico, sujeto a evolución, natural o artificial. El
caso del Marruecos contemporáneo es especialmente interesante, por distintos
factores, muy diversos; en cierto sentido, Marruecos afronta un reto paralelo
al de Japón en los 60: modernizarse, “occidentalizarse”, guardando su
centenaria e identitaria tradición.
Vengo a hacerme, o más bien a explicitar, estas
reflexiones, tras la lectura de “Dioses
útiles. Naciones y nacionalismos” de José Álvarez Junco, libro utilísimo
para posicionarse en el análisis y en la opinión de los diferentes contenciosos
identitario-políticos que sacuden nuestra realidad cotidiana. Supe de su
publicación tras leer, en Rabat, la reseña que de este libro, en El País hizo
José Andrés Rojo; en mi primer desplazamiento a Madrid acudí raudo a comprarlo,
y no me he arrepentido en absoluto de ello.
Junco se propone –y consigue- analizar racionalmente
el fenómeno nacionalista, partiendo de la hipótesis de que en la génesis de
todo proceso nacionalista, como en general en su mantenimiento, es esencial el
factor emocional. En palabras del autor: “someter a la razón los sentimientos”.
La otra hipótesis fundamental, alude a que los nacionalismos son construcciones
históricas; aunque en su formulación siempre se alude a cuestiones inmanentes,
naturales, cuando no divinas, y aunque ciertamente son fundamentales los
factores naturales: un territorio, una etnia, una lengua común, ninguno de
ellos garantiza, ni excluye, el florecimiento de una entidad nacional.
Junco desmonta con su análisis riguroso el tópico de
la existencia de naciones ad aeternum: ”(…) cualquier identidad es
una construcción histórica, producto de múltiples acontecimientos y factores,
algunos estructurales, pero en su mayoría contingentes. Es decir que no hay
nada atribuible a designios providenciales o misteriosos, ni tampoco a un
espíritu colectivo que habite en los nativos del país desde hace milenios.” Ningún
estado puede legitimarse en la ley natural, ni en la voluntad divina. Una buena
parte de las identidades nacionales que ahora se presentan como milenarias son
ciertamente fruto de la sensibilidad romántica del XIX.
Primero es el grupo, la tribu, la etnia, cuyos integrantes
comparten una lengua y ocupan un territorio determinado: esos son los componentes
básicos del nacimiento de una nación, concepto que se basa por tanto en elementos
concretos: personas, palabras, lugares. Sin embargo en la constitución de un
estado, a partir de una o varias naciones, intervienen componentes abstractos:
soberanía, poder político, organización administrativa, fiscalidad, etc.
El conflicto
se plantea cuando una entidad nacional aspira a una forma de soberanía que
entra en conflicto con la existente. Los ejemplos son abundantes y de
naturaleza muy variada; de ente los muchos que podríamos sacar a relucir me
llaman la atención especialmente, los de aquellas entidades que tienen un
marcado carácter identitario, y que por mor de la descolonización, o de otros
factores políticos, nunca han llegado a tener un estado propio: pienso en los
fangs africanos, o en los kurdos asiáticos, y en algunos otros.
Craso error el de los dirigentes políticos y los
pensadores, forjadores de soberanías nacionales, que acuden a hechos históricos
muchas veces poco relevantes e inciertos para justificar el derecho de una
entidad nacional a convertirse en estado. Y además cabe preguntarse en algunos
casos: ¿dónde paramos la moviola de la Historia? Si alguno se descuida acabamos
siendo todos italianos (romanos), mauritanos (almorávides) o libaneses
(fenicios). O como dice Junco, citando a John H.Elliot: “es típico del
nacionalismo percibir el pasado a través del prisma del presente, y el presente
a través del prisma del pasado”.
Los estados por muy consolidados que estén no son inmutables. En lo
que respeta a la identidad, y a su gestión política: todo cambia, nada
permanece (Heráclito dixit).
Bibliografía citada:
- ÁLVAREZ
JUNCO, José: “Dioses útiles.
Naciones y nacionalismos”. Galaxia Gutemberg, 2016
- JOAQUÍN, Nick:
“Culture and history: Occasional notes on the Process of Philippine becoming”. Solar
Publishing Corporation. 1988
Rabat, agosto 2016