jueves, 4 de junio de 2020

ANTONIO BONET EN MANILA (in memoriam)

               

           ¡Claro! La conductora es extranjera; si hubiera sido filipina no nos hubiéramos chocado. Exclamó Antonio Bonet, que tras apenas una semana en Manila, se había dado perfectamente cuenta de que para los conductores filipinos la distancia de seguridad se mide en milímetros.

                Había encontrado yo un hueco en la calle Wilson, aparcamiento en paralelo, y me disponía a ocupar ese hueco, al tiempo que en el espacio adyacente otro coche hacía maniobra para salir; había espacio suficiente para que cada coche hiciera su maniobra correspondiente, pero ¡zas!, se produjo la colisión. Salí del coche para ver si había daños, y hablar con el conductor del otro vehículo, que resultó ser una señora norteamericana que había vivido hacía algunos años en Manila y volvía para visitar a sus amigos. De pasajeros  llevaba a Antonio y a Xavier Huetz de Lemps. Les llevaba a Greenhills, al mercado de perlas, visita inevitable para todo extranjero que se acerca a Manila.

                Salieron del coche conmigo para apoyarme en caso de trifulca con el conductor del otro coche, algo inevitable en España o en Italia, y harto improbable en la geografía asiática. No hubo daños en ninguna de las dos carrocerías, dado que estábamos prácticamente parados, y el encuentro con la turista norteamericana acabó siendo muy cordial.

                Corría el año 2002, el segundo en el que yo ocupaba el puesto de director del Instituto Cervantes de Manila, algo que nunca pude imaginarme iba a ocurrir, y a lo que incluso renuncié en primera instancia cuando me lo propusieron –¿qué pinta un arquitecto en el Cervantes, alegué?- pero que resultó encajarme como anillo al dedo. Habíamos organizado un congreso internacional sobre arquitectura hispano filipina, cuyo ámbito se amplió a la arquitectura colonial de otros países del sudeste asiático, condición sine qua non para poder recibir financiación de ASEF (Asia Europe Foundation), con sede en Singapur, que entonces presidía el diplomático español Delfín Colomé.      

                Vinieron a Manila participantes de Malasia, de Indonesia, de Holanda, de Francia y de España, que se unieron a la nutrida participación filipina. No acabábamos de identificar un keynote speaker que abriera el congreso con una ponencia magistral. Y fue Delfín quien propuso que invitara a Antonio Bonet, lo que tenía mucha lógica pues al patrimonio arquitectónico hispano filipino se le etiquetaba entonces como perteneciente al estilo earthquake baroque[1], y el historiador indiscutible del arte barroco era Antonio Bonet, de quien naturalmente yo tenía múltiples referencias, pero a quien no conocía personalmente.

                Dio la casualidad de que Antonio viajaba a Manila en el mismo vuelo que Xavier Huetz de Lemps, historiador francés interesado en la vertiente sociológica del urbanismo hispano filipino, que había disfrutado de una residencia en la casa de Velázquez de Madrid, y a quien conocía personalmente de los congresos de la AEEP (Asociación española de estudios del Pacífico) que entonces vivía sus años dorados[2]. A pesar de que viajaban en clases distintas – Antonio fue el único participante que el presupuesto nos permitía traer en business- y de que Antonio le debía doblar la edad o casi a Xavier, cuando les encontré en el aeropuerto al final de ese largo pasillo de llegadas de NAIA que antecede a la zona de control de pasaportes, parecían ya dos buenos amigos que se conocieran de toda la vida. Había muchas razones para la empatía, entre ellas el que Antonio tuviera una conexión tan profunda con todo lo francés y el que Xavier fuera ya un investigador de primer nivel, pero es que la cercanía de Antonio era la de ese tipo de personas, a las que desde la primera vez que las ves parece que las conoces de toda la vida. 

                Xavier llegó derrengado, no es para menos tras semejante viaje; sin embargo Antonio con ese porte de gentleman a lo Cary Grant, llegaba impecable como si el origen de su vuelo no hubiera sido Madrid un día y dos escalas antes, sino la cercana ciudad de Cebú. Vale que venía en business, y aun así, peo es que ya estaba más cerca de los ochenta que de los setenta.

                Les llevé al hotel Manila Midtown, el mismo en el que yo me había quedado unas semanas a mi llegada a Manila, hasta encontrar piso, hotel magnífico, hoy desaparecido,  fulminado por la hiperdinámica evolución típica del sector inmobiliario en los países asiáticos. Ya había caído la tarde.

        -     Supongo que querréis descansar. ¿A qué hora paso a recogeros mañana?

les pregunté a mis invitados.

        -     Javier he visto que el cementerio de Paco no está lejos de aquí. ¿Podemos ir ahora?

contestó Antonio, dejándome perplejo.

        -    Sí, claro, aunque no vamos a ver mucho porque ya está todo oscuro y no sé si lo cierran por la noche.

    -    Estupendo. Así sé dónde está y me puedo acercar mañana o en cualquier otro momento; que tú estarás muy ocupado.

                 Xavier debía estar deseando llegar a la habitación, y dormir esas pocas horas que te permite el jet-lag la primera noche. Su cara lo proclamaba a los cuatro vientos. Pero su gallardía no le permitía quedarse en la habitación mientras Antonio empezaba sin ninguna dilación a explorar el patrimonio arquitectónico y urbano de Manila.

    -   Bueno, dejad las maletas en la habitación, refrescaros un poco, y yo os espero aquí en el lobby.          

                 La verdad es que en los cinco años largos en lo que estuve dirigiendo el cervantes[3] de Manila, en mi primer etapa, y en el año que llevo ahora, no he visto a nadie que llegara con tanta energía, que disfrutara tanto de todo, y que reaccionara a todo lo que nos pasaba –hasta a los accidentes- de manera tan positiva. Le parecía todo fenomenal; la comida estaba siempre buenísima en todos los restaurantes a los que íbamos, y ni siquiera el imposible tráfico de la gigantesca metrópoli filipina le perturbaba.

           Con extraodinaria sencillez ostentaba una indiscutible autoridad que iba más allá de lo académico. Tras el incidente de la colisión aparcando el auto, ya en el mall de Greenhils, era divertidísimo ver a Antonio regatear con los vendedores. Cogía los artículos que le interesaban y después de que el vendedor mencionara un precio, Antonio le decía:

        -    No, no, no. Mira: te doy esto. (mostrándole unos billetes). Ya está, ya está.

Y asombrosamente, el vendedor aceptaba sin rechistar el precio que había decidido Antonio.  

               Tras finalizar el congreso algunos de los participantes, entre ellos Antonio y Xavier, se quedaron el fin de semana en Manila. Aprovechamos el sábado para hacer una excursión visitando las iglesias franciscanas de la Laguna de Bay. Se nos unió Gemma Cruz, la que fuera Miss Internacional y ministra de Turismo, gran defensora del patrimonio filipino[4]. La popularidad y el glamour de Gemma hacía que cuando llegábamos a cada uno de los lugares: Morong, Baras, Pakil, Paete, etc., al poco tiempo de descender del minibús, se corriera la voz por toda la población, y se nos acercaran numerosas personas que querían hacerse fotos con Gemma. Además de Gemma, de entre los componentes del grupo, guiris o filipinos, pero todos con innegable aspecto de turistas, destacaba Antonio, que con su impecable traje blanco, su intacta cabellera también blanca parecía un actor de cine. La verdad es que Antonio y Gemma hacían una pareja de cine, y los parroquianos nos preguntaban si el grupo venía directamente de Hollywood.

                Algunos años después de aquel congreso, en 2005, publicamos sus actas en forma de libro, al que titulamos Endangered, siendo nuestra publicación más vendida en distintas ediciones de la anual Feria del libro de Manila. Comienza con el ensayo Barroco hispano en el que Antonio Bonet incorpora los ejemplos patrimoniales filipinos al gran acerbo de la arquitectura barroca hispánica.       

                Cuando al final de aquel mismo año del congreso fui a Madrid a pasar como todos los años las fiestas de Navidad, Antonio me invitó –tal como me había prometido en Manila- a cenar en compañía de Monique su mujer, en un restaurante que frecuentaban en las inmediaciones de su domicilio en pleno centro de Madrid. Todavía no conocía a sus hijos, Pedro, el músico y Juan Manuel –que con el pasar de los años sería primero compañero en el Cervantes, y luego mi jefe como director de la institución.

                Por aquellos años, 2003 y 2004, aunque seguía en Manila, iba con cierta frecuencia a Madrid, a ver a mis padres casi nonagenarios, y aprovechaba siempre para ver a Pedro Navascués que fue mi director de tesis, y que me solía citar en la Academia de BBAA de San Fernando donde a la sazón era Secretario general. Siempre aprovechaba para ir a saludar al director de la institución que no era otro que Antonio, quien siempre me recibía con su proverbial simpatía y buen humor. Pasábamos un rato muy agradable rememorando anécdotas de aquella semana tan especial en Manila. También siempre me preguntaba por nuestro amigo común, el “diplomático músico”, como él decía, quien seguía su carrera en Asia.

                Su memoria era prodigiosa; la última vez que pude comprobarlo, la última que le vi, fue –cómo no- en la Academia, aunque ya no era presidente. Discurrían los últimos días de 2017. Unos amigos habían quedado con el Secretario, José Luis García Del Busto para visitar con él, en el museo, una exposición magnífica sobre Ventura Rodríguez: me invitaron amablemente a unirme al grupo. Al reunirnos en el despacho de G. Del Busto, les hablé de mis visitas a aquel edificio y de mis encuentros con Antonio, insistiendo en que se acordaba de los detalles más nimios de su estancia en Manila. Me dijeron que seguía yendo mucho por allí, que estaba muy bien aunque llevaba un poco mal lo de tener que ir en silla de ruedas; su coquetería le había hecho resistirse mucho a ello.

                Estaba recorriendo la exposición con Del Busto y estos amigos cuando mira por donde aparece Antonio en su silla de ruedas. Fuimos a saludarle; tardó unos pocos segundos en reconocerme: hacía por lo menos cuatro años que no me había visto, en la ceremonia de ingreso en la academia de otro insigne amigo, Alberto Campo Baeza.

-          ¿Te acuerdas Javier de aquel día en Manila que …

Miré a mis amigos, encogiéndome de hombros:

-          ¿No os lo decía?          

                        Trabajar en el Instituto Cervantes, donde llevo casi veinte años, y eso que yo no me veía, me ha aportado muchísimas cosas, pero la más impagable es la de haber podido conocer, tratar, e incluso hacerme amigo de personas tan extraordinarias como Antonio Bonet Correa.

                        ¡Gracias infinitas Antonio: qué privilegio el haberte conocido!


[1] Término acuñado por Pal Keleman, que pudiera ser de aplicación a las construcciones filipinas, principalmente iglesias, construidas en los siglos XVII y XVIII, pero en el que difícilmente encajan las construcciones del siglo XIX.

[2] En aquellos años presidida por Leoncio Cabrero, e impulsada siempre por Rafael Rodríguez-Ponga, jugó un papel muy importante en despertar el interés de la sociedad española por los estudios sobre Asia-Pacífico, y en especial sobre Filipinas. 

[3] Aunque parezca un sacrilegio escribir cervantes con minúscula, reivindico esta grafía cuando nos referimos –nombre común- a uno de los más de sesenta centros que el Instituto Cervantes tiene en todo el mundo.

[4] Autora de varios libros y columnista, Gemma Cruz ha ocupado diversos puestos en la administración filipina, entre ellos el de Directora del Museo Nacional. Donó la sustanciosa cantidad recibida al ganar el concurso de Miss internacional a instituciones benéficas.