sábado, 8 de febrero de 2020

TRIBULACIONES DE EXPATS (Incluye el relato “Malditos dieciseisavos”) [Diario de un expat-balikbayan (3)]

TRIBULACIONES DE EXPATS (Incluye el relato “Malditos dieciseisavos”). 

Vaya por delante que cuando vamos a trabajar a otro país, no es porque alguien nos haya puesto una pistola en el pecho. En la mayoría de los casos tampoco es porque alguien de ese país nos haya llamado. Casi siempre vamos porque, por una u otra razón, nos interesa. Debemos tener muy claro, aunque a algunos algunas veces les cueste admitirlo, que el país que nos acoge va a seguir funcionando exactamente igual estemos nosotros en él o no.  Es decir: si no nos gustan sus  costumbres, o su forma de ser, o su comida o sus servicios, el problema mayormente lo vamos a tener nosotros, si no nos adaptamos.

Dicho esto, es lógico que encontremos chocantes muchas de las cosas que nos ocurren cada día, y que tengamos que ejercitar la virtud de la paciencia en no pocas ocasiones, porque sencillamente las cosas en el país de acogida no son como en el nuestro, ni como creemos que deberían ser.

He recuperado unos relatos que escribí hace ya casi veinte años, en mis primeras estancias en Filipinas, contando las peripecias que me acontecían cuando alquilaba coches. Leyéndolos ahora veo que adolecía -quizás era inevitable- del "síndrome del expat", que quizás no estaba todavía acostumbrado a cultivar -en su necesaria medida- la virtud de la paciencia, y que acababa desesperándome -con mayor o menor razón- por las chocantes cosas que me ocurrían.

En esta nueva etapa de vecino de Makati, me doy cuenta de que con respecto a la etapa anterior (2001-2006), he perdido algunas comodidades: por ejemplo la facilidad de los trámites bancarios de los que disfrutaba entonces; y la pérdida no es achacable en absoluto a Filipinas, sino a Europa o al Citibank, o quizás a los dos. Yo fui de los primeros clientes que tuvo Citibank en España a comienzos de los 80. La diferencia con los vetustos bancos españoles era sideral. Citibank además estaba presente, y tenía cajeros automáticos en muchísimos países, casi todos por los que yo viajaba entonces, y Filipinas no era una excepción.

Había un cajero automático casi debajo de mi casa, que me daba pesos filipinos contra mi cuenta en euros en España aplicando un cambio más favorable para el cliente -en este caso yo- que ningún money changer de la ciudad, y de lejos que ningún banco del país. Disponer de dinero era muy cómodo y sencillo, sin necesidad de hacer costosas y lentas transferencias entre cuentas bancarias.

Pues bien: Citibank decidió allá por 2014 que no le interesaba el ¿arcaico? mercado europeo, y se las piró del Viejo continente. Su red española se la vendió al Banco Popular cuya filosofía estaba en las antípodas de la del Citibank; lo que ocurrió después de esta venta ya es historia de la banca española.                                                   

Ahora que ya no tengo cuenta en Citibank, he tenido que abrir dos cuentas, una en euros y otra en pesos en el BPI (Bank of the Philippine Islands), antiguo Banco de las Islas Filipinas creado en época española. Cada vez que necesito disponer de cash, he de hacer una transferencia desde mi banco español a la cuenta en euros del BPI, normal,  pero si quiero pasar de euros a pesos me aplican un cambio horroroso mucho más bajo del que ofrecen los money changers, con lo que lo que hago es retirar euros, y cambiarlos en uno de estos establecimientos privados donde cambian divisas.

Retirar los euros, aun siendo cliente del banco no es tan sencillo: requiere cada vez formularios y firmas varias, y con ello una demora en la gestión que cada vez se me hace más eterna. Menos mal que el money changer más cercano se encuentra en el mismo edificio de la oficina en la que trabajo: los edificios de oficinas de Makati son como pequeños barrios en altura (no menos de cincuenta pisos) donde hay casi de todo. Pero también la operación del cambio tiene su dilatada espera; no sólo porque haya muchos clientes sino porque los procedimientos siguen siendo como en la era predigital; y no es que Filipinas no esté adelantado en la agenda digital, yo diría que lo está más que Europa en no pocos ámbitos, pero en los bancos siguen haciéndolo todo manualmente y pasando por unos y otros operarios; la mano de obra es muy barata en Filipinas, y bancos, restaurantes y grandes almacenes disponen de ejércitos de empleados que superan en número al de clientes, con un resultado de eficacia, muy dudosa, a diferencia de lo que comportaría la, automatización y racionalización de procesos.

Algo muy positivo y cómodo de Filipinas es que el uso de tarjeta de crédito está muy extendido, prácticamente al mismo nivel que en Europa, con lo que para reducir en lo posible la frecuencia de los trámites que conlleva el adquirir pesos en cash tiro de tarjeta de crédito hasta para tomar café. El caso es que las incomodidades bancarias, y otras -de las que quizás hable en otra entrega- me han hecho recordar esas historias de expats que me ocurrieron hace tantos años, cuando Filipinas era igual que ahora pero diferente, cuando no había todavía euros, ni redes sociales, y que ahora gracias a ellas me atrevo a compartir con el amable lector de estas líneas.


Malditos dieciseisavos  (Escrito en su versión original a finales del año 2000)
Alquilar un coche no debería ser tan complicado, ni tan caro, en una ciudad como Manila. Sin embargo lo es. La demanda es escasa. Claro, no hay mucho loco que prefiera, o simplemente necesite, moverse de forma independiente por tan peculiar megápolis. Es mucho menos nocivo para los nervios, desde luego, que te lleven, y no dejarse engullir por la viscosa y sucia masa amorfa de un tráfico despiadado, en el que no impera regla alguna, sino su selvática ausencia. 

Decidí alquilar el coche el jueves por la noche; así el viernes por la mañana podría salir de Manila tan pronto como me viniera en gana, para seguir con mis recorridos por las iglesias franciscanas de Laguna, iniciados el fin de semana anterior. Me fui al hotel Intercontinental -diez minutos de paseo desde la casa- donde Nissan tiene un punto de alquiler. La semana anterior había alquilado el coche en el hotel Dusit, que me pilla incluso más cerca, pero tras la trifulca que organicé al devolverlo, perjurando que jamás volvería a alquilar un coche a Nissan, no era cuestión de volver por allí. De hecho la oferta de Nissan –unas 10.000 pts. /día- no tenía rival en el pírrico mercado manileño de rent a car, así es que decidí incumplir mi promesa y volver a alquilar un Sentra, eso sí en diferente lugar.

                Antes de que ante mí –accionada por supuesto por uniformado portero: “good evening sir”- se abriera la puerta de cristal, ya podía percibir los gélidos efluvios producto de la climatización del lujoso hotel. Ya se sabe: en país tropical el lujo se manifiesta en frigorías. Pregunto en el front desk, por el Nissan desk, y la señorita me dice que está por ahí fuera. Salgo del inmenso congelador al cálido y húmedo universo de la Ayala Avenue, pero no veo chiringuito ni mostrador alguno. Pregunto al portero, y me señala un atril, con un letrero que dice Transportation. Ya junto al atril, empiezo a contarle a la persona que allí encuentro que quiero alquilar un coche.

- ¿A dónde va a ir Vd?    
- ¿Qué más da? Pues a donde me apetezca. Quiero alquilar un coche, no que me lleven ustedes al aeropuerto o a cualquier otro lugar.
- Entonces quiere usted alquilar un coche, pero sin conductor. ¿Es usted el señor que llamó esta mañana?
- El mismísimo.

La persona que me atiende es la típica filipina media, de complexión menuda, muy educada de por sí, y que además se esfuerza por serlo en cada contestación; que nunca perderá su cortés sonrisa aunque le estés mentando a toda su fenecida ascendencia. Aunque el resultado de la gestión sabes que no va a variar, procede –aunque solo sea por corresponder a su cortesía- intentar ser tan amable como lo son ellos:

-¿Cómo trabaja usted tanto? Ya han pasado horas desde que hablamos por teléfono esta mañana.
- Yes, sir

Me invita amablemente a entrar en el lobby del hotel. Tras hacer un largo recorrido por Siberia, todo en planta baja, llegamos a un cuartito, que se supone es más o menos la oficina de Nissan en el “Intercon”. Me pide el pasaporte y el permiso de conducir, mientras me confirma las condiciones económicas que me había adelantado por la mañana.  Hay que dejar un depósito del ¡145%! Le digo que voy a pagar con VISA. Me la pide. Se la doy. La mete bajo un impreso que empieza a rayar con un  lápiz, como cuando éramos pequeños y poníamos una moneda de cinco duros debajo del papel, y al pasar el lápiz, salía la cara de Franco.

                Me devuelve la tarjeta y sigue rellenando papeles; me vuelve a pedir la tarjeta que yo ya me había guardado en la cartera. Llama para pedir conformidad. Al cabo de un buen  rato la recibe. Me devuelve la tarjeta. Sigue rellenando papeles. Me vuelve a pedir la tarjeta, que yo me había vuelto a guardar en la cartera.

-Excuse me, (con sonrisa entre culpable e inocente.)  

                Le vuelvo a dar la tarjeta. Sigue apuntando cosas. Me devuelve la tarjeta, que ya no me atrevo a volver a guardar en la cartera. Sigue rellenando papeles. Me da a la firma el voucher de la VISA, que está en blanco. ¿Por qué no pone la cantidad del depósito? ¿Para qué demonios me dice lo del 145%, si le voy a pagar con la tarjeta? En cuyo caso el depósito es: ¡todo el crédito que me da VISA!

                Parece que, tras quedarse también con mi carné de identidad -no llevaba el pasaporte- por fin hemos acabado los trámites. Me hace señal para que salgamos a la calle; ¿me entregarán por fin el coche? Volvemos junto al atril, donde un muchacho habla por walky-talky con la persona que se supone debe traer el coche.

-Wait a moment, sir

                Me temo que el moment va a ser bastante más que eso. Me invita a volver a entrar en Siberia, y a esperar sentado y refrigerado –como corresponde a mi supuesta dignidad de “amerikaano” (aquí todos los blancos somos “amerikaanos”). 

Sudar como un pollo fuera,
o entrar en la nevera,
he ahí el dilema.

                En el lobby del hotel hay una exposición de fotografía: escenografías con modelos, preparadas por creadores de moda. Filipino style, muy moderno y alternativo. Me veo la exposición enterita, y como ya me he enfriado lo suficiente, decido seguir la espera fuera.

                Por fin aparece el Nissan Sentra blanco que acabo de alquilar, conducido por un chaval marchoso, que trae la radio-casete a todo volumen; de tez muy oscura (en Filipinas hay una gran variedad racial: desde los así llamados negritos, que poblaban diversas zonas a la llegada de los españoles -incluso hay una isla, de las importantes, que se llama la isla de Negros- hasta los descendientes de chinos, que tiene la piel blanca como porcelana).

                Pero falta por determinar la cantidad de gasolina que tiene el depósito. El coche debe devolverse con -al menos- la misma gasolina que tenía al cogerlo. Y digo determinar, porque raramente te dan el coche con el depósito lleno, o en la mitad, o con tres cuartos. La aguja siempre está en una posición ligeramente anterior a la de lleno. La semana pasada me daban el coche como lleno. Cuando comprobé que la aguja estaba entre tres cuartos y lleno, me dijeron que no me preocupara, y cambiaron la anotación de lleno, que ya figuraba en mi contrato, por un arcano quebrado.

                Cuando devolví el coche que había alquilado en el hotel Dusit, con la aguja del indicador del depósito más cerca del full que del tres cuartos, incrementaron sustancialmente el importe de la factura en concepto de combustible. Ante mi perplejidad me dijeron que había devuelto el coche con menos gasolina de la que tenía cuando lo cogí, y ello llevaba consigo no sólo el pagar el supuesto decremento en el volumen de gasolina al precio que a ellos les daba la gana, sino que además tenía una penalización, nada despreciable. Ante mi indignación me dijeron que el depósito tenía 15/16 cuando me había llevado el coche, y que en el momento de devolverlo tenía menos de eso.

                ¿Pero cómo cojones me podían decir que si quince dieciseisavos, que si treintayocho cuarentaycincoavos, si el indicador de combustible no tiene más que cuatro putas marcas? Y van y me sacan un papelito, en el que aparece una escala dividida en dieciséis partes. La forma de estimar si la aguja está en trece dieciseisavos o en quince es absoluta potestad de ellos, que ni decir tiene que barren descaradamente para casa. Teniendo en cuenta además que en estos coches la aguja tarda enormemente –varios minutos- en llegar a la posición final, lo que desconoce el cliente, se sospecha que sacan una pasta adicional con la gasolina. Dije que no pensaba pagar ni un peso de penalización; que viniera conmigo un tío a la gasolinera, y que me dijera, peso a peso si era necesario, cuando la aguja llegaba –según él- a los malditos quince dieciseisavos. Previamente me había apoderado del voucher en blanco de la VISA, aunque ellos tenían en su poder mi pasaporte.

                Así lo hicimos, y aunque ahora creo que seguían barriendo para casa, pues seguían echando gasolina y el indicador no subía ni a tiros, al menos me quitaron la penalización. Tanto imprequé y tanto debí culpabilizarles, que conseguí que el encargado mostrara un cierto cabreo –cosa bastante poco frecuente dada la inalterable flema filipina- advirtiéndome de que no debía culpar a nadie de lo ocurrido, que simplemente debía comprender que el sistema de los dieciseisavos tenía sus imperfecciones.
               
                Cómo puede suponerse estaba muy concienzado con el asunto de la gasolina, tras la experiencia de la semana anterior en el hotel Dusit, y dispuesto a que no me volviera a ocurrir lo mismo esta vez en el hotel Intercontinental. Por eso cuando la chica de complexión menuda que me estaba atendiendo cantó que el depósito tenía tres cuartos de combustible, mientras la aguja apenas rebasaba la marca de 1/2, puse el grito en el cielo. De repente aparecieron cuatro o cinco empleados, y todos querían meter baza. Uno de ellos corrigió: son once dieciseisavos. Y yo le dije, y por qué no trece dieciseisavos, a ver enseñadme el papelito ese que tenéis con las malditas rayas. No se lo dije así de descortésmente, claro, aunque no haga falta decir que tras casi  tres cuartos de hora de entrar y salir del Intercon yo empezaba a estar ya hasta ... (sí; ha adivinado usted hasta dónde).

                La chica de complexión menuda que me estaba atendiendo, que aunque se suponía era la jefa, no parecía tener muy controlado al personal, decidió que era mejor llenar completamente el depósito, y así no dejar lugar a dudas. Me dieron ganas de darle un beso: era lo que yo mismo había pensado que debería haber hecho la semana anterior, de haber sido consciente de lo que significaban los malditos dieciseisavos, que estaban siendo más funestos que aquellos dieciseisavos de final de la Copa de Europa en los que el Madrid quedó eliminado por un equipo, desconocido entonces, de nombre impronunciable hasta para Matías Prats padre: el Anderlecht.

                Aunque realmente, ¿tenía sentido esperar todavía más tiempo a que el chaval marchoso de tez muy oscura llevara el coche a repostar? ¿No era más sensato devolver el coche siempre con algo más de gasolina, aceptando así –por defecto- la clavada? ¡Qué más daba pagar al final quinientas pesetas más de gasolina, cuando cada día de coche costaba unas diez mil! Más que por tacañería, lo que no estaba dispuesto era a aceptar esa especie de impuesto de los dieciseisavos con el que al parecer pretendían gravar por su cuenta a los turistas incautos.

                Así es que el chaval marchoso de tez muy oscura se lleva el coche, y yo caliente ya por fuera y por dentro, decido volver a refrigerarme en el lobby del hotel. Ya sé que aquí hay que armarse de paciencia, pero el tiempo pasa. Mucho más de lo que sería razonable, teniendo en cuenta que hay, al menos, dos gasolineras aquí al ladito, y que ni a posta se puede tardar tanto. Salgo, y les digo a los que están junto al atril que qué pasa, que si el chaval marchoso de tez muy oscura ha aprovechado para irse por ahí de marcha; que la gasolinera está ahí mismo, y que no hace falta ser Schumacher para tardar menos de media hora en recorrer doscientos o trescientos metros. Me dicen que no, que la gasolinera está más lejos, en Pasong Tamó; que llevan a repostar sus coches a una gasolinera propia.

                Sí; he sido idiota  al aceptar que se lleven a repostar el coche sin preguntar antes que a dónde, y que cuánto van a tardar. Pero, a lo hecho pecho. Vuelvo a entrar por enésima vez en el lobby. Esta vez me cruzo con una descocada muchacha que llama especialmente la atención: aquí todas se visten con mucho decoro: el cine, y la televisión tienen más censura que la España de posguerra, y es raro –a pesar del calor- ver a una chica con minifalda. Al cruzarnos, tras mirarme de arriba abajo, sonriente, me lanza con mucho glamur un sensual y desafiante “hi” (léase jaaaeee). Sí, acertó usted de nuevo…

                El tiempo sigue pasando. Ya me sé de memoria cada una de las fotografías de la exposición; el nombre del fotógrafo; de la modelo; donde está hecha la toma, qué fotos están ya vendidas; cual es el precio de cada una; etc., etc. Salgo, y les digo a los chicos, que ya está bien. Pasong Tamó no está tan lejos, y ya le ha dado tiempo al chaval marchoso de tez muy oscura de dar la vuelta a Metro Manila siete veces.

                No, señor. Es que primero tiene que ir a que le den la autorización a no sé dónde, para poder llenar el depósito, y luego ir a la gasolinera de Pasong Tamó. Pero no se preocupe que ya está de camino. Los chicos quieren agradar. Repiten dieciocho veces: sorry sir, very sorry. Hablan a cada momento por el walky-talky. Me van dando el parte de por dónde va el coche. Quieren agradar, resultan entrañables.  

                Por fin, aparece al volante del Nissan Sentra el chaval marchoso de tez muy oscura. Resulta  hasta emocionante. Entre bromas y chanzas  -el conductor se muestra feliz tras su proeza- me acerco al salpicadero para comprobar –cuestión de rutina- que la aguja del indicador de nivel de combustible está a tope, en todo lo alto, como propuso la chica de complexión menuda que me estaba atendiendo que aunque se suponía era la jefa, no parecía tener muy controlado al personal.

No, no puede ser. Me acabaré despertando de un momento a otro. La aguja está entre tres cuartos y full. ¿Para eso llevo yo aquí más de tres cuartos de hora, esperando a que  rellenen el depósito? Ante mis imprecaciones en toda clase de idiomas y dialectos, lenguas vivas y muertas, de uso universal o local, uno de los muchachos va y me dice:

- No se preocupe señor: marca quince dieciseisavos.