martes, 8 de noviembre de 2016

¡Fuego en el Museo del Prado!

Eugenio D’Ors en su clásico, ya mítico, ensayo “Tres horas en el Museo del Prado” nos decía sin dudarlo que si se declarase un incendio en el Museo del Prado y pudiera salvar solo uno de los cuadros que alberga, elegiría “El Tránsito de la Virgen” de Mantegna. Algún aguafiestas argumentó después que eso lo diría por su pequeño tamaño[1]; salvar las Meninas, por ejemplo, le hubiera supuesto como poco un lumbago.

Pues qué quieren que les diga. Estoy totalmente de acuerdo con D‘Ors; más que por influencia suya, que también, creo yo que por mi formación y condición –algo oxidada hoy- de arquitecto. Decir que el mejor cuadro del Prado es éste o aquél, (pongo estos acentos, aunque sé  que la RAE dice ahora que no se deben poner) es más que una temeridad, un absurdo. Es como decir que la mejor canción de los Beatles es ésta o aquélla: casi todas son la mejor canción. Pero puestos a elegir, si hay que elegir un cuadro, yo elegiría también el Tránsito. ¿Y porqué? Pues voy a intentar en las próximas líneas explicármelo-explicárselo.

1) Por su modernidad: sobre todo si lo comparamos con otros cuadros del mismo siglo; sin ir más lejos, en la misma sala del museo, justo al lado, está colgado "La Anunciación" de Fra Angelico, que como es sabido es un políptico, o si se prefiere un retablo, cuya escena principal es la que le da título. Debajo de la conocidísima escena, en la predela, representadas a tamaño muchísimo menor, hay otras escenas de la vida de la Virgen, una de las cuáles es precisamente el Tránsito. Podemos ver, comparando ambos cuadros, la gran evolución que ha experimentado la representación pictórica en sólo unas décadas.

La modernidad emana del clasicismo de la representación, alejada de los pintoresquismos de la Escuela flamenca o de Berruguete, y de barroquismos posteriores. Rasgo de modernidad lo constituye también la forma en la que el pintor pone en relación al espectador con el cuadro; le mete en el cuadro.  
Mantegna, como todo genio se adelanta varios siglos a su tiempo

2. Por la naturalidad y sutilezas de la perspectiva. Mantegna hace patente en este cuadro los avances científicos de la perspectiva florentina. El marco arquitectónico, tan importante, es esencial para ello. La composición es extraordinaria (según Eugenio D’Ors la mejor de la historia de la pintura). El esquema ortogonal, claro y sencillo, de líneas verticales (las figuras de los apóstoles, las pilastras, los candelabros, las velas), y líneas horizontales (el lecho donde yace la Virgen y su propia figura, el alfeizar del hueco, las nubes, el horizonte del paisaje) –una retícula virtual- otorgan todo el protagonismo a la perspectiva, explicitada por un nítido suelo de baldosas, por la figura del apóstol en escorzo que inciensa el cuerpo de la Virgen, y por el paisaje.

El suelo, el apóstol, el paisaje del lago donde una línea inclinada –el edificio a modo de dique- cobra un protagonismo extraordinario en la composición, todo ello ocupa la parte central del cuadro, de una forma despejada y limpia. Nótese que el cuerpo de la Virgen, el protagonista del tema, no es el protagonista de la composición, como ocurre en la predela de la Anunciación, sino una referencia, muy importante sí, para que pueda presentarse en toda su rotundidad la gran protagonista del cuadro que no es otra que la Perspectiva. La cara de la Virgen no ocupa una posición focal; está un poco escondida y escorada; el centro focal –a donde se nos va la vista en el primer golpe- lo constituye la cabeza de San Pedro, y el apóstol en escorzo, y si se me permite la irreverencia –otro rasgo de modernidad, la humanización de tan trascendente escena- el trasero de dicho apóstol.

Decíamos en el punto anterior que Mantegna mete al espectador en el cuadro. Como se ha señalado, uno de los trucos para conseguirlo es prolongar el suelo hacia delante, pero yo sobre todo diría que es dejando ese suelo, o mejor dicho ese espacio central, libre y neutro, para que lo ocupe… el espectador. Ese suelo ajedrezado bicromático, tan sencillo, máxime si lo comparamos con suelos de cuadros de la época y posteriores (Van Eyck, Berrugute, etc.) contribuye a nuestra percepción de modernidad sobre la obra, y dota a esa parte del espacio de todo un potencial abstracto: solo las líneas de las juntas horizontales y las perpendiculares en fuga. Esa efectividad se hubiera perdido de haber construido ese suelo con baldosas de intrincado dibujo, como hacen virtuosamente otros pintores del siglo. 

Fijémonos ahora en el punto de vista, que Mantegna sitúa un poco por encima de las cabezas de los apóstoles. Con ello da un mayor protagonismo a la vista del lago, más bien estanque, que se abre tras la escena del velatorio. Aunque Mantegna mete al espectador en el cuadro, no hace de éste el protagonista de la escena, como sí lo hará Velázquez en Las Meninas. El espectador en este caso bien pudiera ser el apóstol que falta: Santo Tomás, que llegará un poco tarde y apresuradamente desde la India. El espectador contempla la escena desde una elevación algo superior a la que ocupan las figuras protagonistas, como si estuviera en una estancia más elevada. De nuevo ello contribuye a humanizar (modernizar) la escena. Al elevar el punto de vista, cobra protagonismo, casi tanto como la escena de los apóstoles velando el cuerpo de María, la escena del paisaje, con un horizonte nítido y claro, la auténtica línea de horizonte de la composición. Creo que es eso fundamentalmente lo que busca Mantegna: dar protagonismo a la perspectiva, más que plantear otras consideraciones de carácter simbólico. 

Un estanque, con unas construcciones lineales, todo muy contenido, sin hablar más de lo que debiera. No es extraño que a algunas personas les haya parecido frío este cuadro. “No me dice nada” declara una espectadora norteamericana que tengo a mi lado. ¡Claro! No es una obra ni gótica –que sacralice la representación con fines evangelizadores- ni barroca, que exprese o quiera provocar emociones intensas. Su contemplación produce calma y sosiego: es eso, un tránsito, no una agonía. Sereno clasicismo.      

3. Por la sutil asimetría que determinados elementos introducen en una composición simétrica. La Virgen no está en el centro de la composición; el apóstol que está de espaldas, y el dique del estanque introducen con su oblicuidad dinamismo y naturalidad a la escena.

4. Por la sabia estratificación compositiva: los diferentes planos verticales, secciones de la pirámide visual propia de la perspectiva, marcados con rotundidad grácil por líneas horizontales: el plano del lecho o catafalco sobre el que reposa el cuerpo de la Virgen; el plano de la ventana; el plano del muro de contención del lago… el horizonte finalmente.   

5. Por su iluminación, que produce una sensación de naturalidad, pero que si se analiza resulta irreal. Es una luz inquietante. ¿Dónde está el punto de máxima luminosidad? ¡Debajo de la Virgen!

6. Por ser un cuadro arquitectónico que se anticipa a los cuadros de los grandes pintores de arquitectura venecianos, Tintoretto y Veronés. Comparando la arquitectura de este cuadro con la de otros cuadros de pintores contemporáneos a Mantegna, incluso algo posteriores, colgados en las mismas paredes de Prado, muy cerca del Tránsito, por ejemplo con el autorretrato de Durero, vemos que para éste la arquitectura es simplemente un marco (luces y sombras), mientras que Mantegna dibuja con sumo cuidado molduras y elementos decorativos de las pilastras. O si se compara con “La virgen de la Leche” de Pedro Berruguete, esta pintura maravillosa resulta arcaizante en su goticismo figurativo.   

7. Por su cromatismo. También en el color Mantegna se adelanta a su tiempo: no sólo por su luminosidad y viveza venecianas, sino también por su valor estructurante de la composición. Algunos años antes de pintar este cuadro Mantegna se había casado con Nicolossia, hermana de Giovanni Bellini. La interacción entre ambos pintores resultaría fundamental para sentar las bases de la escuela veneciana, que llegaría a su apogeo en el siglo XVI.

Coda: confío en que nunca se declarará un incendio en el Museo del Prado. Es prácticamente imposible con las actuales medidas de seguridad. Pero si se declarara y me pillara a mí aquí, y sólo pudiera salvar un cuadro, o dicho de otro modo: si pudiera robar un cuadro del Museo del Prado, solo uno –algo más improbable todavía que el incendio- me llevaría a casa el Tránsito de la Virgen de Andrea Mantegna. Eugenio D’Ors tenía razón.

Bibliografía citada:
D’ORS ROVIRA, Eugenio: “Tres horas en el Museo del Prado”. Itinerario estético, 1922




JGG
Museo del Prado, Madrid (primavera 2014),  Rabat (otoño) 2016.










[1] Como  es sabido el cuadro original se fragmentó en dos. Lo que vemos en el Prado es la parte inferior. La parte superior se conserva en la Pinacoteca de Ferrara y representa la acogida del alma de la Virgen por Jesucristo.  

jueves, 1 de septiembre de 2016

Sobre identidades (... y yo te buscaré en Groenlandia)



Con la caída del muro de Berlín, casi todos imaginamos que se cumpliría la profecía de John Lennon: “… and the World will be as one”. Europa avanzaba hacia la unidad política, y el mundo pensábamos que ya era una aldea global. Pero pronto nos dimos cuenta de que no iba a ser así: guerras en los Balcanes y desmembración de Yugoslavia, afloramientos de dormidas nacionalidades, no siempre pacíficos, en lo que fue la URSS…  

Más de un cuarto de siglo después: Brexit, “desconexión” de Cataluña, un autoproclamado estado islámico que hace “la guerra santa”, populismos de ideología trasnochada incluso en la cuna de la democracia contemporánea. El futuro no es como ni John Lennon ni como casi todos nosotros nos lo habíamos imaginado, ni muchísimo menos. Durante algunos años pensábamos que el siglo XXI había comenzado con la caída del Muro, pero estábamos equivocados; comenzó el 11 de septiembre de 2001.

Cuando viví en Filipinas empecé a interesarme vivamente por las cuestiones identitarias; descubrí al gran Nick Joaquín, que había sido el defensor a contracorriente, en plena explosión del nacionalismo filipino, del ingrediente español como factor esencial en la formación de la identidad filipina. Por paradójico que pueda resultarnos hoy, Filipinas fue una creación española; los filipinos sólo comenzaron a tener conciencia de una identidad común al final de la presencia española en el archipiélago; de hecho en el siglo XIX se consideraba filipino al español nacido en las islas, es decir al criollo, para diferenciarlo del español de la metrópoli, a quien se llamaba peninsular. Es bastante obvio que la creación de muchos de los estados actuales es fruto del colonialismo, o si se prefiere del pos-colonialismo; lo que no le resulta tan obvio a muchos es que también muchas identidades nacionales lo son.

Al vivir en Argelia, pude comprobar que este país, mutatis mutandi, era como Filipinas: una creación, en este caso francesa. Éric Zemmour lo ha dicho de una vez por todas con esta boutade: “L’Algérie n’existe pas c’est une invention de la France.” (“Argelia no existe; es una invención de Francia”. La ausencia no ya de un estado, sino de un poder político de cierta fuerza y capacidad de ser reconocido como tal, en la era pre-colonial hizo que ambos países, o mejor dicho territorios, fueran fuertemente colonizados por potencias culturalmente muy distantes: España y EEUU en el caso de Filipinas; Francia en el caso de Argelia; lo que hace que su cultura resultante sea bastante diferente -en no pocos casos denostada y siempre mal entendida- de la de sus vecinos respectivos, étnicamente afines: malayos y arabo-bereberes respectivamente.

En Marruecos, donde vivo ahora, el caso es distinto, a pesar de haber sido también colonizado, bajo forma de protectorado en el siglo XX. Y la diferencia se debe básicamente a la existencia de ese poder político del que carecían Filipinas y Argelia; en el caso marroquí, un poder secular en forma de monarquía. La existencia de estados como España, el Reino Unido o Marruecos, se explica en función de las monarquías que aglutinaron –y siguen aglutinando- a diferentes pueblos, tribus o naciones. En cierto sentido también podría decirse algo parecido de Tailandia en el sureste asiático.    

Como bien expresaba Nick Joaquin, la formación de una identidad es un proceso dinámico, sujeto a evolución, natural o artificial. El caso del Marruecos contemporáneo es especialmente interesante, por distintos factores, muy diversos; en cierto sentido, Marruecos afronta un reto paralelo al de Japón en los 60: modernizarse, “occidentalizarse”, guardando su centenaria e identitaria tradición.   

Vengo a hacerme, o más bien a explicitar, estas reflexiones, tras la lectura de “Dioses útiles. Naciones y nacionalismos” de José Álvarez Junco, libro utilísimo para posicionarse en el análisis y en la opinión de los diferentes contenciosos identitario-políticos que sacuden nuestra realidad cotidiana. Supe de su publicación tras leer, en Rabat, la reseña que de este libro, en El País hizo José Andrés Rojo; en mi primer desplazamiento a Madrid acudí raudo a comprarlo, y no me he arrepentido en absoluto de ello.  

Junco se propone –y consigue- analizar racionalmente el fenómeno nacionalista, partiendo de la hipótesis de que en la génesis de todo proceso nacionalista, como en general en su mantenimiento, es esencial el factor emocional. En palabras del autor: “someter a la razón los sentimientos”. La otra hipótesis fundamental, alude a que los nacionalismos son construcciones históricas; aunque en su formulación siempre se alude a cuestiones inmanentes, naturales, cuando no divinas, y aunque ciertamente son fundamentales los factores naturales: un territorio, una etnia, una lengua común, ninguno de ellos garantiza, ni excluye, el florecimiento de una entidad nacional.

Junco desmonta con su análisis riguroso el tópico de la existencia de naciones ad aeternum: ”(…) cualquier identidad es una construcción histórica, producto de múltiples acontecimientos y factores, algunos estructurales, pero en su mayoría contingentes. Es decir que no hay nada atribuible a designios providenciales o misteriosos, ni tampoco a un espíritu colectivo que habite en los nativos del país desde hace milenios.” Ningún estado puede legitimarse en la ley natural, ni en la voluntad divina. Una buena parte de las identidades nacionales que ahora se presentan como milenarias son ciertamente fruto de la sensibilidad romántica del XIX.
   
Primero es el grupo, la tribu, la etnia, cuyos integrantes comparten una lengua y ocupan un territorio determinado: esos son los componentes básicos del nacimiento de una nación, concepto que se basa por tanto en elementos concretos: personas, palabras, lugares. Sin embargo en la constitución de un estado, a partir de una o varias naciones, intervienen componentes abstractos: soberanía, poder político, organización administrativa, fiscalidad, etc. 

 El conflicto se plantea cuando una entidad nacional aspira a una forma de soberanía que entra en conflicto con la existente. Los ejemplos son abundantes y de naturaleza muy variada; de ente los muchos que podríamos sacar a relucir me llaman la atención especialmente, los de aquellas entidades que tienen un marcado carácter identitario, y que por mor de la descolonización, o de otros factores políticos, nunca han llegado a tener un estado propio: pienso en los fangs africanos, o en los kurdos asiáticos, y en algunos otros.

Craso error el de los dirigentes políticos y los pensadores, forjadores de soberanías nacionales, que acuden a hechos históricos muchas veces poco relevantes e inciertos para justificar el derecho de una entidad nacional a convertirse en estado. Y además cabe preguntarse en algunos casos: ¿dónde paramos la moviola de la Historia? Si alguno se descuida acabamos siendo todos italianos (romanos), mauritanos (almorávides) o libaneses (fenicios). O como dice Junco, citando a John H.Elliot: “es típico del nacionalismo percibir el pasado a través del prisma del presente, y el presente a través del prisma del pasado”.

Los estados por muy consolidados que estén no son inmutables. En lo que respeta a la identidad, y a su gestión política: todo cambia, nada permanece (Heráclito dixit).

Bibliografía citada:
- ÁLVAREZ  JUNCO, José:  “Dioses útiles. Naciones y nacionalismos”. Galaxia Gutemberg, 2016     
- JOAQUÍN, Nick: “Culture and history: Occasional notes on the Process of Philippine                               becoming”. Solar Publishing Corporation. 1988


Rabat, agosto 2016


jueves, 4 de agosto de 2016

Los libros son para el verano

Para aprehender el contenido de un libro, necesito compartir las reflexiones que su lectura me provoca. Lo mismo podría decir de un cuadro, de una escultura, de una fotografía o de un edificio. Es por ello que he iniciado este blog, que nace más como ejercicio y reto de auto-disciplina que como pretensión comunicativa. Si bien, dicho esto, mentiría si dijera que no busco atraer la atención de algún amable lector, pues pienso que todo lo que se escribe, hasta el diario más íntimo, se hace con la intención de que alguien diferente al autor lo lea algún día.

Acabo de terminar de leer "Patagonia Express" de Luis Sepúlveda. Me lo ha regalado una de las mejores colaboradoras que he tenido en el Instituto, a modo de despedida: cambia de centro, y dejo por tanto de ser su jefe. Últimamente casi no compro libros, me los regalan; lo que hace que ya casi no sea yo quien elija mis lecturas, sino que es el destino -a través de mis amigos -quien lo hace.                                                                                                                                            
En la dedicatoria, que amablemente me brinda, mi colaboradora hace alusión a "ese viaje a Chile que estás planeando". No sé cómo llegó a tal conclusión. Ciertamente Chile es un país enormemente atractivo que me encantaría visitar. Es uno de los primeros nombres geográficos que se instaló en mi mente desde antes de tener eso que se llamaba "uso de razón", ya que allí vivía el padrino de mi hermano mayor, un personaje mítico para mí en aquellos tiernos años, del que llegaban puntualmente cartas, desde el otro lado del Atlántico, varias veces al año.

Pero no, la verdad es que nunca he planeado ir a Chile; quizás esto del viaje me lo oyera decir mi colaboradora, tomando en serio un comentario en tono de broma que yo estaría haciéndole a un compañero casado con chilena. El caso es que "ese viaje a Chile" ha obrado de  mcguffin. Vila Matas explica muy bien lo que es un mcguffin en "Kasel no invita a la lógica", libro que por cierto sí que compré, en la presentación que el autor hizo del mismo en el Instituto Cervantes, hará ya tres años.                                                                                                                             
Pues eso: un mcguffin es una frase o una idea que desencadena una trama, un argumento, un planteamiento... sin tener nada que ver con la trama, argumento o planteamiento que desencadena. Hitchcock, como es bien sabido, fue uno de los grandes maestros en su utilización.                                                                                                                          
La lectura de “Patagonia Express”, libro que invita a ser leído, sobre todo en verano, entre otras cosas por su ligereza -letra grande, extensión reducida- me ha hecho recordar,  esa magnífica película cuya acción transcurre también en el profundo sur americano: "Historias mínimas". Más que un libro de viajes que también lo es, es ante todo un compendio de relatos breves, de historias mínimas, que a veces evocan cuentos de Borges, a veces macondos, con el hilo conductor del viaje... de un viaje a ninguna parte como nos anuncia el propio autor en el prólogo, citando sin citar al gran Fernando Fernán Gómez (FFG). Y también con el hilo conductor de la doble pertenencia, americana y española, de la que hace gala Sepúlveda a lo largo de la narración.                                                 

Dos máximas que aparecen en el libro me han hecho reflexionar; la primera: "nadie tiene que avergonzarse de ser feliz". No sé cuanto admiraba Sepúlveda a Fernán Gómez, si es que lo admiraba, supongo que sí. Esa frase me lleva a una anécdota que se cuenta del protagonista de “El Abuelo”: alguien le preguntó si era feliz, y él respondió sin vacilar: "pero usted por quién me toma". Bastante banal le debía parecer a FFG esa obsesión contemporánea por la felicidad. Y es que nuestra sociedad del bienestar ha sustituido al buen Dios de los monoteístas por una nueva deidad, a la que todo debe sacrificarse, y que es tan difícil de aprehender, tal vez más que el buen Dios de los monoteístas: la Felicidad.                                                                                                                     

La segunda frase, que el autor repite, al menos una vez, a lo largo del libro: "uno es de donde mejor se siente" me hace recordar aquella canción de Marvin Gaye que hiciera famosa el especialista en versiones Paul Young: "Wherever I lay my hat, that's my home".  En ese caso yo me considero filipino, ya que en ninguna etapa de mi vida me he sentido mejor que en la que viví en Manila (2001-2006), con largo prólogo de numerosos viajes al archipiélago (1993-2001). Y es que en Manila nunca tuve neurosis, ni depresiones, ni decepciones: ese estado, de bienestar sicológico, es lo más parecido que he encontrado a eso que quizás sea lo que entienden algunos por felicidad.                                                                                                                  
Pero también es verdad que desde hace ya algún tiempo, como el arquitecto Bofill me  considero nómada, siendo el nomadismo sobre todo un état d’esprit; y vengo ahora a caer en la cuenta, tras leer la frase en el libro de Sepúlveda, que probablemente el nómada no es de ninguna parte porque en ninguna parte se siente bien... lo que resulta cuando menos inquietante. Yo añadiría, para quedarme un poco más tranquilo que el nómada no se siente bien en ninguna parte de forma permanente y continuada, lo que me concilia con la idea de que me sienta tan bien en verano en un pueblo serrano de la provincia de Madrid, leyendo libros, porque parafraseando de nuevo a FFG, los libros (como las bicicletas) son para el verano, o mejor habría que decir que el verano es para leer libros, o debería serlo...

Bibliografía citada:
- SEPÚLVEDA, Luis: “Patagonia Express”. Tusquets Editores S.A., 1995 (1ªed.) 2016  (6ªed.)                                                                  
- VILA MATAS, Enrique: “Kassel no invita a la lógica”.  Seix Barral, 2013.
- FERNÁN GÓMEZ, Fernando: “Las bicicletas son para el verano”. Cátedra. Edición de Francisco       Gutiérrez Carbajo, 2010
- FERNÁN GÓMEZ, Fernando: “El viaje a ninguna parte”. Cátedra, 2002.


Moralzarzal, julio 2016

sábado, 9 de julio de 2016

LO QUE EL DÍA DEBE A LA NOCHE




LO QUE EL DÍA DEBE A LA NOCHE

Autor: Yasmina Khadra
Título original: C’est que le jour doit à la nuit
Éditions Fayard, 2008
 
          Es ésta la novela que supuso el espaldarazo internacional como novelista a su autor, Mohamed  Moulessehoul conocido por su seudónimo literario, Yasmina Khadra, autor de títulos como Las golondrinas de Kabul (2002), El atentado (2005), Las sirenas de Bagdad (2006), etc… traducidos a más de treinta idiomas.

La explicación al éxito internacional de Yasmina Khadra quizás resida en su capacidad para contar en sus novelas una realidad como la argelina difícil de comprender para quien no está inmerso en ella. Yasmina Khadra consigue, sobre todo con esta novela, poner en el mapa literario la Orán del siglo XX, tomando el relevo no de Camus, para quien Orán no es sino una referencia temporal abstracta, sutil y  metafórica, sino de Emmanuel Robles. No es por azar que Camus –mejor dicho una cita de La Peste- aparece en la “dedicatoria” previa al comienzo de la novela, mientras que a Emmanuel Robles se le cita como personaje real en el transcurso de la misma.     

            Al acercarse a la obra de Yasmina Khadra hemos de tener cuidado de que no nos deslumbre la esquiva personalidad del autor: militar que desempeñó importantes misiones en la lucha contra el terrorismo en Argelia en los años 90, que escribe bajo un seudónimo femenino, compuesto por los nombres segundo y tercero de su esposa, opositor al régimen del presidente Bouteflika, pero al mismo tiempo máximo representante oficial de la cultura argelina en París. No, Yasmina Khadra no es un intelectual –en el sentido estricto del término, como lo puede ser Wassyla Tamzali- ni un ideólogo, ni un filósofo. Yasmina Khadra –quien suele bromear irónicamente sobre el bulo de que no es él quien escribe sus novelas- es un novelista de éxito, con un pasado atípico –como por ejemplo lo es también Arturo Pérez Reverte, el escritor español de mayor éxito en las últimas décadas- con todas las connotaciones positivas y negativas  que ello conlleva. No es un innovador en la técnica narrativa, no es ni el James Joyce, ni el Borges africano, pero su éxito y tremenda popularidad -en países como Bélgica es el indiscutible líder de ventas- no son casuales, sino fruto de una gran capacidad de asimilación y síntesis de los novelistas clásicos, y sobre todo de una gran capacidad para aunar lo concreto y lo abstracto, lo particular y lo general, la realidad cotidiana de un momento dado de la historia reciente argelina, con los secretos eternos del alma humana, sus pasiones, grandezas y miserias. En definitiva, Yasmina Khadra es un escritor de best-sellers, y no hay nada de malo en ello

 
            Como casi todo lo que concierne a Yasmina Khadra, cercanía y cordialidad en el trato, escondida tras, comprensible, coraza protectora, el análisis de su obra se presta también a la contradicción. No es disparatado decir que en Lo que el día … Yasmina Khadra ha sabido llevar los valores clásicos de la gran novela – Dickens, Dostoyevski, Galdós- a la realidad espacio-temporal del Orán de mitad del siglo XX. Pero como ocurre con otros autores “periféricos“ celebrados internacionalmente –el caso del filipino Sionil José- hay momentos de lectura en la que nos parece estar a punto de ser enganchados por la telaraña emocional de un culebrón –telenovela-
           

Se trata en definitiva de una historia de amor imposible, como tantas otras que han dado la literatura y el cine: Romeo y Julieta, Juana la Loca, Teruel, con final si no trágico al menos no feliz, como en Hollywood o Bollywood. El gran hallazgo –y acierto- de Yasmina Khadra en esta novela, es que no sabemos a ciencia cierta cual es la verdadera razón para que el final feliz no sea posible. ¿Celos semi-incestuosos? ¿La barrera casi infranqueable de la religión y/o de la raza?
 

En la creación del personaje central, el que nos cuenta la historia, Younes (Jonas), es donde estriba quizás la aportación más importante del autor. Younes encarna la contradicción, o si se quiere, la tragedia identitaria de tantas personas nacidas en suelo argelino. De rasgos marcadamente caucásicos Younes no es plenamente aceptado ni por los colonos de identidad europea, ni por los que se reconocen en una identidad áraboislámica; vive inmerso en el tejido social de los colonos –su madre adoptiva es francesa- pero pertenece a una familia autóctona. Younes lleva en su ADN y en su destino el drama de la Argelia contemporánea, y por ello él mismo representa una metáfora de la identidad argelina. Es sin duda el gran personaje de la novela, el mejor construido. Su amor imposible, por el contrario, la francesa Emily es menos consistente. El triángulo amoroso que se forma entre Emily, su madre –la señora Cazanave- y Younes, es de construcción original: no sólo porque dos de sus lados los constituyan madre e hija, sino porque las relaciones de estos lados con el tercero, Younes, se producen no simultáneamente –como suele ser el caso típico de los triángulos amorosos- sin en épocas bien diferenciadas.
 

La construcción de la novela es muy sólida, con partes bien diferenciadas, correspondientes a distintos etapas en la vida del personaje, que llevan consigo la descripción de realidades sociales muy diferenciadas: I Jenane Jato: el lumpen o umbral social más bajo. 2 Río Salado: la burguesía colonial. 3 Aix-en-Provence: la “nostAlgerie” de los pieds-noirs.
 

El final no es feliz, como en los culebrones venezolanos. Los amantes no acaban juntos, dando rienda suelta a su amor, esquivo durante mucho tiempo por una cadena de absurdos malentendidos. Por el contrario, la felicidad resulta esquiva, inaccesible, por un destino cruel, por unas convenciones sociales o religiosas absurdas, o simplemente por la mala suerte. Los personaje tiran adelante, viven sus vidas, y renuncian a sus deseos más íntimos en pos de unos valores difíciles de entender y de justificar.
 
         El titulo, que no guarda relación alguna con el texto, es hermoso; es como el título de un cuadro abstracto, un título en sí mismo, como el nombre que se le da a un niño, un nombre apriorístico que no presupone nada sobre su personalidad.             

 
            Javier GALVÁN GUIJO