martes, 19 de noviembre de 2019

DE ANTONIO BANDERAS A DANTE SILVERIO. Diario de un expat balikbayan (2)


De Antonio Banderas a Dante Silverio 
Diario de un expat balikbayan (2)

El paso del tiempo es inexorable, y su efecto es devastador en los cuerpos de los seres vivos. Esta afirmación tiene categoría de axioma. Sin embargo los filipinos desafían casi universalmente su cumplimiento. Al referirnos a su edad, es tan difícil determinar cuántos años tienen, que lo mejor es utilizar aquel término creado por Lina Morgan, de "taytantos". Y es que entre los treinta y tantos, muchas veces los veintitantos, y pongamos los sesenta y tantos, los cuerpos de los filipinos, en general, no cambian.

Uno de los casos más asombrosos que recuerdo, de mi primera etapa como vecino de Manila, es el de Gemma Cruz Araneta. Mujer de gran belleza, fue elegida Miss Internacional allá por 1964. De rotunda anatomía, su cuerpo espectacular, no se corresponde con el de la filipina media, de natural muy grácil, y muy menudo. Gemma no solo fue una reina de la belleza -por cierto que a los filipinos les encantan los concursos de belleza, que organizan por doquier- sino que es una gran defensora del patrimonio cultural filipino y de su proyección; autora de varios libros, conductora de programas de radio, filántropa, ocupó distintos cargos en la Administración relacionados con cultura, llegando incluso a ser ministra. 

Cuando conocí a Gemma, ella ya frisaba las seis décadas de edad, pero su belleza permanecía intacta, sin una sola arruga en el rostro, con el cutis inmaculado de una veinteañera. Su popularidad también seguía intacta. Con algunos expertos en temas patrimoniales, de distintos países, que habían venido a Manila a participar en un congreso, organizamos una excursión por pueblos costeros de la laguna de Bay: Metro Manila, o la Gran Manila, se extiende entre la laguna de Bay al Este, y la bahía de Manila al oeste. En esas riberas de la Laguna se conservan hermosas iglesias de la época española. (Morong, Pakil, Paete...). En cada pueblo, cuando al llegar a las inmediaciones de la iglesia nos bajábamos del autobús, una pequeña muchedumbre venía hacia nosotros con el único afán de hacerse una foto con ella.  

Dicen que la humedad constante del clima filipino hidrata las pieles. Será esta una razón, sin duda. Sin duda que también lo será la genética de la raza, pero yo me aventuraría a encontrar otra razón, sicológica, en la resiliencia del carácter filipino, fraguada a lo largo de siglos de aceptación de la vulnerabilidad de su realidad natural, afectada continuamente por tifones, volcanes y terremotos.

Yo pasé en mi familia de ser el "canarito", a ser el “filipino”. En Canarias se desarrolló mi primera etapa fuera del domicilio paterno madrileño, en unos años en los que era bastante inusual que un profesional universitario no se quedara al acabar la carrera en Madrid o en su entorno. En general emigramos a sitios donde nos encontramos bien y donde encajan algunos rasgos de nuestro carácter; o bien puede que sea a posteriori, que para animarnos en nuestro proceso de integración en la nueva realidad, encontramos esas concordancias. 

El caso es que mi carácter de natural tranquilo, encajaba a la perfección, según mi familia, con la tranquilidad isleña, a veces estigmatizada con el término "aplatanado". Años después de la aventura canaria, dejé por segunda vez en mi vida de ser vecino de Madrid, para serlo de Manila, o mejor habría que decir de Makati. Y me sentí fenomenal en aquellos años de mi primera etapa como residente en Filipinas. Y si me sentí tan bien, debió de ser también porque rasgos de mi carácter encajaban con la idiosincrasia filipina. Y yo diría que también me integraba en el paisaje por la resistencia de mi organismo a reflejar deterioro por el paso del tiempo. De joven parecía mucho menor de la edad que realmente tenía. En la Escuela de Arquitectura me llamaban "el niño". Cierto que llegábamos en aquella época a la universidad a una edad insultante: yo tenía solo dieciséis, pero aun así, hasta que acabé la carrera, incluso con barba, parecía un pipiolo.

Como decía, aquellos años en Manila fueron estupendos. El último de ellos, corría 2006, me llevaron a un programa de la tele, de variedades y entrevistas: aquel día iba de la herencia española en Filipinas o algo por el estilo. Compartí plató con la bellísima actriz Lucy Torres. Yo hablaba con mi característico inglés de raíz hispana, sobre las actividades del Instituto. El presentador, quizás por falta de otra referencia en su imaginario, me comparó -para mi profunda extrañeza- con Antonio Banderas, entonces en el apogeo de su carrera hollywoodiense. El caso es que aquella comparación, el que el programa fuera muy popular, y el que saliera junto a la hermosa actriz mestiza, hoy diputada, me granjeó mucha popularidad, sobre todo entre las féminas. La verdad es que Antonio Banderas no es más alto que yo, y que nuestra forma de hablar inglés se parecía mucho.

La vida es muchas veces cruel y cuando yo disfrutaba al máximo de mi condición de residente en Filipinas, mi misión se acabó, y fui trasplantado de la noche a la mañana a un puesto administrativo en un oscuro despacho de un palacete decimonónico del Ensanche madrileño. Se conoce que debí hacer bien mi trabajo en Manila, pues como dijo Miguel Albero, refiriéndose a nuestra institución, de la que un día formó parte: "ninguna buena acción en ella queda impune". 

Han pasado algunos años, no tantos, desde aquellos "Glory days" que diría  Springsteen. El destino ha querido que vuelva a Manila, o mejor habría que decir a Makati. Nos pongamos como nos pongamos el paso del tiempo es inexorable. En estos trece últimos años en los que no he sido residente en Filipinas soy consciente de que se me ha ido quitando -como diría mi madre- el apresto: algo de natural lógico, aunque algunas gentes todavía, más por compasión que por agudeza, calculan muy por debajo mi edad. Como mi compañero Víctor Andresco, que hará dos años, se sorprendió mucho al conocerla; con su ingenio habitual me pidió la dirección de mi taxidermista.

El caso es que hace un par de meses, un amigo filipino me hizo un robado en un acto cultural en el que habíamos coincidido, y colgó en su facebook una foto, en la que yo aparecía, de pie, meditativo y circunspecto. "Mira: es Dante Silverio" escribió como pie de foto, recibiendo la confirmación y asentimiento de sus múltiples seguidores. Fue la confirmación, irrefutable, de que se me había quitado el apresto. Y es que por muy bien que te trate la vida es inevitable un día u otro dejar de ser Banderas para ser Silverio.           
Makati, septiembre, octubre 2019



domingo, 25 de agosto de 2019

DIARIO DE UN EXPAT BALIKBAYAN (1)


Diario de un expat-balikbayan (1)

Me sentí profundamente desubicado al toparme, en vez de con los árboles del Ayala Triangle Garden, como esperaba, con unas gigantescas moles en construcción. ¿No había llegado acaso a Paseo de Roxas? ¿No acababa acaso de traspasar el edificio de Citibank, cuyos cajeros automáticos tanto frecuentaba en mi primera etapa manilense?  ¿Es que el paso del tiempo, seis años sin pisar Manila, habían descolocado las referencias topológicas en mi memoria? ¿Acaso me había quedado dormido, caminando -cosas más raras provoca el jetlag- y estaba atascado en una terrible pesadilla?                                                    
Casi como en "2001, una odisea en el espacio" vislumbré, “enanizado” por los monstruos, el coqueto edificio de la Ayala Heritage Library, la torre de control -parece un sarcasmo denominarla ahora así- de lo que fue el primer aeropuerto de Manila. Y con ese avistamiento, al menos supe que no me había perdido, y que pronto llegaría a Ayala Avenue; y en efecto, inmediatamente después pude comprobar que allí seguía  la pared chaflán del Shangri-la, y las líneas horizontales de hormigón setentero del Península, como si el tiempo se hubiera detenido en 2006.                                      
Al llegar a Greenbelt volví a sentirme perdido. Sí, allí seguía Café Havana, con la animación de siempre, pero todo lo demás era diferente. Las librerías de los malls -era de esperar- no son ya lo que fueron durante tantos años. La National Bookstore de Glorietta es ahora una papelería con algunos libros. Me animé a pensar que la hipertrofia de la papelería pudiera ser solo temporal, ya que estábamos en pleno comienzo de curso escolar, pero yo sabía ya que no. Comprobé con desolación que establecimientos como Page One en Greenbelt 3, o Tower Records y Old Asia en Glorietta, de tan grato recuerdo, habían desaparecido. Pero quizás lo que más desolación me ha causado es ver cómo la sección de filipiniana de las librerías - otrora nutrida, dinámica, fundamental, ha quedado como un vestigio arcaico de una época pasada.
Lo que no ha cambiado es la programación, a cualquier hora, de baladas románticas en las estaciones de radio, la sonrisa de los filipinos, su exquisita generosidad como anfitriones, y la enorme dificultad para abrir los envases de los productos "made in the RP". El tráfico es todavía peor que hace quince años, lo que parecía imposible; el parque automovilístico ha crecido mucho, lo que denota el desarrollo de una clase media consumista, pero también ha mejorado muchísimo en calidad. En Makati no se ven ya cacharros en ruina circulando, ni apenas jeepneys. Se ha producido una densificación galopante de la ciudad, con la lamentable desaparición de zonas verdes, ya de por sí muy exiguas siempre. Se han construido altísimas torres por doquier en muchos casos duplicando la altura de torres edificadas en los mismos solares hace solo unas décadas, demolidas sin consideración.
Esa arquitectura de Manila, de hormigón visto, tan masiva y característica de los sesenta y los setenta, capitaneada por Leandro Locsin tiene los días contados. Esperemos que edificios emblemáticos como el CCP o el Metropolitan Museum no sigan la suerte del Ayala Museum, cuya reimplantación supuso lo que con gran acierto sarcástico Jose Fons definió como la manifestación del complejo de Edipo más gigantesca jamás construida. Para alguien proveniente de un país en el que los skylines de las ciudades son tan horizontales, los bosques de torres en los que se han convertido las ciudades asiáticas le fascinan profundamente.                                          
Tuve cierta sensación inicial de claustrofobia en Salcedo. En el parque habían florecido los flame trees (caballeros); sus flores, de rojo intenso, se me antojaban luciérnagas en la gris atmósfera envolvente del paisaje urbano de Metro Manila. Bajo sus copas solía yo corretear, haciendo jogging, no pocas tardes, a la vuelta del trabajo. El parque me parecía lo más humano y estructurante de la megápolis.
Cuando llegué la primera vez a Manila  a dirigir el Instituto Cervantes, cuya sede se encontraba entonces en el edificio Mayflower, en el barrio de Vito Cruz, sabía que quería vivir en aquella zona de Makati, que todavía no sabía se llamaba Salcedo Village. El primer fin de semana tras mi llegada, me estaba quedando en el desaparecido Manila Midtown hotel, de Malate, colindante con Robinson's, agarré el coche y lo aparqué delante del entonces flamante -se ha conservado bastante bien- One Salcedo Place. Fui entrando en cada uno de los edificios de la zona, y preguntando si quedaba algún apartamento libre, para alquilar. Acabaría eligiendo el 16E de Two Lafayette Square en Tordesillas Street, donde pasé cinco años, tal vez hasta ahora, los mejores de mi vida.
Los edificios que ahora bordean el parque Jaime Vasquez, que es como se llama realmente, tienen ahora doble altura de la que tenían los que yo conocí, lo que provoca -al menos en mí- una extraña sensación de estar en el interior de un embudo. Y he oído que quieren tirar el Makati Sports Club, supongo que para construir más torres: a este paso la construcción va a macizar el espacio.                             
Volví a Two Lafayette Square,  y mi cerebro empezó a recuperar imágenes que creía olvidadas. Se me cayó el alma a los pies, al ver mellado uno de los dos peldaños que dan acceso a un edificio que algún día lució con señorial glamour. Estaba libre el 15E, el apartamento inmediatamente inferior al que yo habité. Subí con la broker a inspeccionarlo; la sensación fue muy rara: estaba todavía habitado y decorado, con poco gusto. Deseché de inmediato la posibilidad de volver a ese edificio. Quiero algo nuevo y diferente, me dije: un piso alto con vistas, colgado en el cielo de Makati.   
Me ha sorprendido, quizás por haber pasado no pocos años en el Magreb, lo disciplinados que son los filipinos, al menos en Makati. Me sorprende muy favorablemente poder cruzar por un paso de cebra, algo inimaginable en Argelia o en Marruecos. No deja de sorprenderme tampoco la cantidad de personas que hay por todas partes, su juventud, y su uniformidad.  La población de Filipinas se ha duplicado en los últimos treinta años. Cada mañana, desde las seis, ejércitos enteros se desplazan silenciosos por las aceras de Makati; disciplinadamente cruzan las arterias por pasos subterráneos provistos de escaleras mecánicas. Vallas metálicas separan calzadas de aceras, obligando a cruzar las calles de mayor tráfico solo en los cruces.
Algunas aceras están cubiertas por pérgolas que protegen del ardiente sol o de la torrencial lluvia: raro es el día en el que no imponen su tiranía el uno o la otra.
No deja de hacerme reflexionar el contraste que se me antoja existe entre esas multitudes que recorren las calles de Makati, compuesta por dependientes, cajeras, camareros, oficinistas de bajo rango, ataviados de forma anodina, sin color, y el marco en el que se mueven: rascacielos inteligentes de acero, cristal y mármol, hoteles de lujuriosos jardines y holliwoodienses lobbies, centros comerciales (malls), universos artificiales, siempre veinte grados más fríos, y 40% más secos que el exterior, con lujosas tiendas... Esas multitudes parecen figurantes en un mundo que ellos no han construido, y en el que no tienen ninguna capacidad de decisión, pero para cuya supervivencia, mantenimiento y crecimiento son imprescindibles. Los fines de semana desaparecen y Makati sin ellos se vacía, y deja de ser una ciudad asiática.    
                                   
Makati, junio-julio 2019



lunes, 10 de junio de 2019

Al hilo de "Cuando la vida cabía en una medina" de Antonio Navarro


           
     Antonio Navarro Amuedo pertenece ya a esa categoría de escritores españoles que escriben sobre sus experiencias en Marruecos. Sus escritos son fruto de una visión autorizada de la realidad de este país: la autoridad les viene de su conocimiento directo de esa realidad, al haber vivido en el país magrebí durante algunos años.                                                                     
            No es el lugar ni el momento de revisar la nómina de españoles que han escrito crónicas, ensayos o libros de viaje sobre Marruecos, aunque sea inevitable que vengan a la memoria nombres como el de León el Africano, Pedro Badía (Alí Bey), Jorge Juan, o incluso Cadalso, éste en sentido inverso. Pero sí es ésta una ocasión, para fijarnos en personas que han vivido una etapa de su vida en Marruecos, a donde llegaron para ocupar un puesto -o disfrutar de una beca, como es éste el caso- de la Administración española, y que nos han dejado testimonio escrito de sus vivencias. Y en la primera en la que pienso es en el embajador Alfonso de la Serna, autor del ya clásico Al sur de Tarifa. Marruecos y España: un malentendido histórico, referencia imprescindible para todo aquel que comience una etapa de su vida en Marruecos y se interese por la historia de este país y por su relación histórica con España.                      

            En Navarro, como en De la Serna, uno palpa desde el primer momento un amor innato por Marruecos, fruto no sólo de iniciales impresiones exóticas, como le ocurre a muchos fascinados viajeros primerizos, sino de un conocimiento profundo de su compleja realidad. La manera de acercarse a determinados temas es en ambos muy diferente al del español que escribe desde el otro lado del Estrecho con un conocimiento superficial de la realidad marroquí, al no haber tenido una experiencia vital, inmerso en ella, lo suficientemente larga o intensa como para comprenderla.

            Tanto Navarro como De la Serna se aproximan al objeto de su obra con la necesaria humildad, exenta de cualquier atisbo de eurocentrismo, para comprender primero y describir después esa realidad. No hay nada peor para acometer cualquier acción en el ámbito que sea en países como Marruecos que la arrogancia, que suele ser consecuencia del desconocimiento y de los prejuicios. Los dos autores dejan bien claro desde el principio que no son especialistas en ninguna de las ciencias sociales en que se podría enmarcar un estudio sobre Marruecos, y que sus escritos no tienen pretensiones academicistas. El lector agradece siempre esa humildad, que le predispone a simpatizar con el autor.                                       
            En esta misma línea, tanto por su actitud como por su planteamiento, se encuentra el libro, Un año en Marruecos de Pere Navarro Olivella, quien fuera consejero de Trabajo en la Embajada de España en el periodo 2012-2017, a donde llegó -y a donde ha ido- desde la Dirección general de Tráfico. A él hay que acreditar la puesta en marcha del carné por puntos, medida junto a otras que redujo de manera espectacular la lacra de accidentes de tráfico mortales en España. Creo que nuestro querido y admirado Pere, con quien tuve el honor de compartir muchas reuniones de coordinación en la Embajada, es una de las personas que más ha influido para salvar vidas en España en la última década.

            El trabajo de este otro Navarro, Pere, es más bien una guía práctica sobre aspectos cotidianos de la vida en Marruecos, que será muy útil para todo aquel que se dispone a vivir allí una temporada. Pero como Pere es un gran analista y un filósofo, esa guía escrita sin pretensiones, permite al lector adentrarse en aspectos más profundos, y comenzar a comprender muchas cosas de la particular idiosincrasia marroquí, y de su identidad.  
                              
         Aunque todavía no ha visto la luz -es inevitable que lo haga, y espero que sea pronto- quiero citar aquí a un nasciturus: el recopilatorio de los jugosos, amenos y didácticos comentarios que Alberto Gómez Font -prologuista, por cierto del libro aquí glosado- envía puntual cada domingo a los amigos de su lista de correo, sobre las imágenes que aparecen en las postales de Rabat, que viene coleccionando en estos últimos años, en los que ha mantenido y sigue manteniendo su particular idilio con la capital marroquí.                                                                 
           
            En realidad, Cuando la vida cabía en una medina es eso, una colección de postales, o de estampas de Marruecos, sesenta concretamente, en las que el autor hace gala de una gran agudeza como observador y como analista, no exenta de fino humor y de carga poética. En esas estampas, breves capítulos de dos, tres o cuatro páginas, de muy amena lectura, nos reconocemos, en mil y un detalles, los que hemos vivido en Rabat, en particular, y en Marruecos en general.

            De esas estampas, podría destacar muchas de ellas, pero me ha parecido especialmente lúcida la que trata sobre Tánger; y me parece muy lúcida porque analiza la realidad actual de Tánger desde dentro, como lo podría hacer un marroquí, en un momento en el que prolifera la mitificación de esa ciudad -numerosas las novelas que aparecen estos años cuya trama se desarrolla en esa ciudad- por extranjeros que la visitan y la disfrutan, más como lúdicos turistas curiosos que cómo moradores. Y la percepción desde luego es bien distinta.

            Les ocurre mucho a los españoles, que con relación a su percepción de Marruecos se dividen en dos categorías -quizás tres- totalmente antagónicas. Están aquellos a los que les fascina Marruecos, a los que podríamos llamar los “goytisolos”. Su pasión por Marruecos les hace ser extremadamente subjetivos: ello los puede llevar a criticar con saña cualquier valor o aspecto de la vida social o política española, y sin embargo pasar por alto ese mismo valor o aspecto de la vida social o política marroquí. Para un “goytisolo”, el orden y limpieza de una ciudad europea, por ejemplo es un defecto, y la "anarquía" de una medina marroquí una virtud.

            En el otro polo se encuentran aquellos que -reconozcámoslo- tienen una imagen muy negativa de la realidad marroquí -en la mayoría de casos, sin conocerla previamente. Más como un subgrupo de estos últimos, que, como un nuevo grupo, encontramos a aquellos que ignoran por completo la realidad marroquí, y no tienen ningún interés en descubrirla: les despierta más curiosidad visitar las antípodas que cruzar el Estrecho. En general, cuando por alguna razón visitan Marruecos, y en particular Rabat, por ejemplo, para ir a visitar a un amigo allí residente -como ha sido mi caso- se sorprenden muy gratamente, al encontrar una realidad mucho mejor de la que podían haber imaginado previamente.

            Y es que la imagen que en España se tiene de Marruecos, aparte de prejuicios históricos, es la que proporcionan los medios de comunicación, y el millón de marroquíes que viven en España, en origen emigrantes en su mayoría, pertenecientes a unas determinadas capas de la sociedad marroquí. Es una imagen muy parcial, que no da idea del conjunto. Mutatis mutandi el caso es paralelo al de la imagen que tenían en Europa de España en los años cincuenta, sesenta y hasta setenta del siglo pasado. Y aquí son las autoridades marroquíes las que tienen una mayor responsabilidad en mejorar la imagen de su país en el Exterior, en España en nuestro caso, mostrando aspectos de la rica y compleja realidad marroquí desconocidos para el europeo medio.                                                        
         Me da mucha envidia, envidia sana, de Antonio Navarro, que ha sido lo suficientemente disciplinado como para ir escribiendo periódicamente estas postales, y haber sido capaz también de encontrar el tiempo para editarlas y darles forma de libro. Seguro que aparecerán nuevas publicaciones de este autor, quizás de los países a los que su carrera profesional le va llevando, quizás, ¿por qué no?, otras relacionadas con Marruecos, país al que vuelve continuamente, y al que seguirá volviendo. Estaremos atentos.
            Antonio Navarro es un magnífico exponente, diría más, una encarnación de esa amistad hispano-marroquí que ya fuera invocada por Sidi Mohammed ben Abdallah, y por Carlos III, cuando hace ya más de un cuarto de milenio firmaron el primer tratado entre los dos reinos, así llamado "De Amistad y Comercio". Y es por ello que el Instituto Cervantes de Rabat presenta en su sede Cuando la vida cabía en una medina como actividad destacada dentro de su programación dedicada a la Amistad hispano-marroquí.