Diario de un expat-balikbayan (1)
Me sentí profundamente
desubicado al toparme, en vez de con los árboles del Ayala Triangle Garden,
como esperaba, con unas gigantescas moles en construcción. ¿No había llegado
acaso a Paseo de Roxas? ¿No acababa acaso de traspasar el edificio de Citibank,
cuyos cajeros automáticos tanto frecuentaba en mi primera etapa
manilense? ¿Es que el paso del tiempo, seis años sin pisar Manila, habían
descolocado las referencias topológicas en mi memoria? ¿Acaso me había quedado
dormido, caminando -cosas más raras provoca el jetlag- y estaba atascado en una terrible
pesadilla?
Casi como en "2001, una
odisea en el espacio" vislumbré, “enanizado” por los monstruos, el coqueto
edificio de la Ayala Heritage Library, la torre de control -parece un sarcasmo
denominarla ahora así- de lo que fue el primer aeropuerto de Manila. Y con
ese avistamiento, al menos supe que no me había perdido, y que pronto llegaría a
Ayala Avenue; y en efecto, inmediatamente después pude comprobar que allí
seguía la pared chaflán del Shangri-la, y las líneas horizontales de
hormigón setentero del Península, como si el tiempo se hubiera detenido en
2006.
Al llegar a Greenbelt volví a
sentirme perdido. Sí, allí seguía Café Havana, con la animación de siempre,
pero todo lo demás era diferente. Las librerías de los malls -era de esperar- no son ya lo que fueron durante tantos años.
La National Bookstore de Glorietta es ahora una papelería con algunos libros.
Me animé a pensar que la hipertrofia de la papelería pudiera ser solo temporal,
ya que estábamos en pleno comienzo de curso escolar, pero yo sabía ya que no.
Comprobé con desolación que establecimientos como Page One en Greenbelt 3, o
Tower Records y Old Asia en Glorietta, de tan grato recuerdo, habían
desaparecido. Pero quizás lo que más desolación me ha causado es ver cómo la
sección de filipiniana de las librerías - otrora nutrida, dinámica, fundamental,
ha quedado como un vestigio arcaico de una época pasada.
Lo que no ha cambiado es la
programación, a cualquier hora, de baladas románticas en las estaciones de
radio, la sonrisa de los filipinos, su exquisita generosidad como anfitriones,
y la enorme dificultad para abrir los envases de los productos "made in
the RP". El tráfico es todavía peor que hace quince años, lo que parecía
imposible; el parque automovilístico ha crecido mucho, lo que denota el
desarrollo de una clase media consumista, pero también ha mejorado muchísimo en
calidad. En Makati no se ven ya cacharros en ruina circulando, ni apenas jeepneys. Se ha producido una
densificación galopante de la ciudad, con la lamentable desaparición de zonas
verdes, ya de por sí muy exiguas siempre. Se han construido altísimas torres
por doquier en muchos casos duplicando la altura de torres edificadas en los
mismos solares hace solo unas décadas, demolidas sin consideración.
Esa arquitectura de Manila,
de hormigón visto, tan masiva y característica de los sesenta y los setenta,
capitaneada por Leandro Locsin tiene los días contados. Esperemos que edificios
emblemáticos como el CCP o el Metropolitan Museum no sigan la suerte del Ayala
Museum, cuya reimplantación supuso lo que con gran acierto sarcástico Jose Fons
definió como la manifestación del complejo de Edipo más gigantesca jamás
construida. Para alguien proveniente de un país en el que los skylines de las ciudades son tan
horizontales, los bosques de torres en los que se han convertido las ciudades asiáticas
le fascinan
profundamente.
Tuve cierta sensación inicial
de claustrofobia en Salcedo. En el parque habían florecido los flame trees (caballeros); sus flores, de
rojo intenso, se me antojaban luciérnagas en la gris atmósfera envolvente del
paisaje urbano de Metro Manila. Bajo sus copas solía yo corretear, haciendo jogging, no pocas tardes, a la vuelta
del trabajo. El parque me parecía lo más humano y estructurante de la
megápolis.
Cuando llegué la primera vez
a Manila a dirigir el Instituto Cervantes, cuya sede se encontraba
entonces en el edificio Mayflower, en el barrio de Vito Cruz, sabía que quería
vivir en aquella zona de Makati, que todavía no sabía se llamaba Salcedo
Village. El primer fin de semana tras mi llegada, me estaba quedando en el
desaparecido Manila Midtown hotel, de Malate, colindante con Robinson's, agarré
el coche y lo aparqué delante del entonces flamante -se ha conservado bastante
bien- One Salcedo Place. Fui entrando en cada uno de los edificios de la zona,
y preguntando si quedaba algún apartamento libre, para alquilar. Acabaría
eligiendo el 16E de Two Lafayette Square en Tordesillas Street, donde pasé
cinco años, tal vez hasta ahora, los mejores de mi vida.
Los edificios que ahora bordean
el parque Jaime Vasquez, que es como se llama realmente, tienen ahora doble
altura de la que tenían los que yo conocí, lo que provoca -al menos en mí- una
extraña sensación de estar en el interior de un embudo. Y he oído que quieren
tirar el Makati Sports Club, supongo que para construir más torres: a este paso
la construcción va a macizar el
espacio.
Volví a Two Lafayette Square, y mi cerebro empezó a
recuperar imágenes que creía olvidadas. Se me cayó el alma a los pies, al ver
mellado uno de los dos peldaños que dan acceso a un edificio que algún día
lució con señorial glamour. Estaba
libre el 15E, el apartamento inmediatamente inferior al que yo habité. Subí con
la broker a inspeccionarlo; la
sensación fue muy rara: estaba todavía habitado y decorado, con poco gusto.
Deseché de inmediato la posibilidad de volver a ese edificio. Quiero algo nuevo
y diferente, me dije: un piso alto con vistas, colgado en el cielo de Makati.
Me ha sorprendido, quizás por
haber pasado no pocos años en el Magreb, lo disciplinados que son los
filipinos, al menos en Makati. Me sorprende muy favorablemente poder cruzar por
un paso de cebra, algo inimaginable en Argelia o en Marruecos. No deja de
sorprenderme tampoco la cantidad de personas que hay por todas partes, su
juventud, y su uniformidad. La población de Filipinas se ha duplicado en
los últimos treinta años. Cada mañana, desde las seis, ejércitos enteros se
desplazan silenciosos por las aceras de Makati; disciplinadamente cruzan las
arterias por pasos subterráneos provistos de escaleras mecánicas. Vallas
metálicas separan calzadas de aceras, obligando a cruzar las calles de mayor
tráfico solo en los cruces.
Algunas aceras están cubiertas por pérgolas que protegen del ardiente sol o de la torrencial lluvia: raro es el día en el que no imponen su tiranía el uno o la otra.
Algunas aceras están cubiertas por pérgolas que protegen del ardiente sol o de la torrencial lluvia: raro es el día en el que no imponen su tiranía el uno o la otra.
No deja de hacerme reflexionar el contraste que se me antoja
existe entre esas multitudes que recorren las calles de Makati, compuesta por
dependientes, cajeras, camareros, oficinistas de bajo rango, ataviados de forma
anodina, sin color, y el marco en el que se mueven: rascacielos inteligentes de
acero, cristal y mármol, hoteles de lujuriosos jardines y holliwoodienses lobbies, centros comerciales (malls), universos artificiales, siempre veinte grados más fríos, y
40% más secos que el exterior, con lujosas tiendas... Esas multitudes parecen
figurantes en un mundo que ellos no han construido, y en el que no tienen
ninguna capacidad de decisión, pero para cuya supervivencia, mantenimiento y
crecimiento son imprescindibles. Los fines de semana desaparecen y Makati sin
ellos se vacía, y deja de ser una ciudad asiática.
Makati, junio-julio 2019
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