jueves, 4 de junio de 2020

ANTONIO BONET EN MANILA (in memoriam)

               

           ¡Claro! La conductora es extranjera; si hubiera sido filipina no nos hubiéramos chocado. Exclamó Antonio Bonet, que tras apenas una semana en Manila, se había dado perfectamente cuenta de que para los conductores filipinos la distancia de seguridad se mide en milímetros.

                Había encontrado yo un hueco en la calle Wilson, aparcamiento en paralelo, y me disponía a ocupar ese hueco, al tiempo que en el espacio adyacente otro coche hacía maniobra para salir; había espacio suficiente para que cada coche hiciera su maniobra correspondiente, pero ¡zas!, se produjo la colisión. Salí del coche para ver si había daños, y hablar con el conductor del otro vehículo, que resultó ser una señora norteamericana que había vivido hacía algunos años en Manila y volvía para visitar a sus amigos. De pasajeros  llevaba a Antonio y a Xavier Huetz de Lemps. Les llevaba a Greenhills, al mercado de perlas, visita inevitable para todo extranjero que se acerca a Manila.

                Salieron del coche conmigo para apoyarme en caso de trifulca con el conductor del otro coche, algo inevitable en España o en Italia, y harto improbable en la geografía asiática. No hubo daños en ninguna de las dos carrocerías, dado que estábamos prácticamente parados, y el encuentro con la turista norteamericana acabó siendo muy cordial.

                Corría el año 2002, el segundo en el que yo ocupaba el puesto de director del Instituto Cervantes de Manila, algo que nunca pude imaginarme iba a ocurrir, y a lo que incluso renuncié en primera instancia cuando me lo propusieron –¿qué pinta un arquitecto en el Cervantes, alegué?- pero que resultó encajarme como anillo al dedo. Habíamos organizado un congreso internacional sobre arquitectura hispano filipina, cuyo ámbito se amplió a la arquitectura colonial de otros países del sudeste asiático, condición sine qua non para poder recibir financiación de ASEF (Asia Europe Foundation), con sede en Singapur, que entonces presidía el diplomático español Delfín Colomé.      

                Vinieron a Manila participantes de Malasia, de Indonesia, de Holanda, de Francia y de España, que se unieron a la nutrida participación filipina. No acabábamos de identificar un keynote speaker que abriera el congreso con una ponencia magistral. Y fue Delfín quien propuso que invitara a Antonio Bonet, lo que tenía mucha lógica pues al patrimonio arquitectónico hispano filipino se le etiquetaba entonces como perteneciente al estilo earthquake baroque[1], y el historiador indiscutible del arte barroco era Antonio Bonet, de quien naturalmente yo tenía múltiples referencias, pero a quien no conocía personalmente.

                Dio la casualidad de que Antonio viajaba a Manila en el mismo vuelo que Xavier Huetz de Lemps, historiador francés interesado en la vertiente sociológica del urbanismo hispano filipino, que había disfrutado de una residencia en la casa de Velázquez de Madrid, y a quien conocía personalmente de los congresos de la AEEP (Asociación española de estudios del Pacífico) que entonces vivía sus años dorados[2]. A pesar de que viajaban en clases distintas – Antonio fue el único participante que el presupuesto nos permitía traer en business- y de que Antonio le debía doblar la edad o casi a Xavier, cuando les encontré en el aeropuerto al final de ese largo pasillo de llegadas de NAIA que antecede a la zona de control de pasaportes, parecían ya dos buenos amigos que se conocieran de toda la vida. Había muchas razones para la empatía, entre ellas el que Antonio tuviera una conexión tan profunda con todo lo francés y el que Xavier fuera ya un investigador de primer nivel, pero es que la cercanía de Antonio era la de ese tipo de personas, a las que desde la primera vez que las ves parece que las conoces de toda la vida. 

                Xavier llegó derrengado, no es para menos tras semejante viaje; sin embargo Antonio con ese porte de gentleman a lo Cary Grant, llegaba impecable como si el origen de su vuelo no hubiera sido Madrid un día y dos escalas antes, sino la cercana ciudad de Cebú. Vale que venía en business, y aun así, peo es que ya estaba más cerca de los ochenta que de los setenta.

                Les llevé al hotel Manila Midtown, el mismo en el que yo me había quedado unas semanas a mi llegada a Manila, hasta encontrar piso, hotel magnífico, hoy desaparecido,  fulminado por la hiperdinámica evolución típica del sector inmobiliario en los países asiáticos. Ya había caído la tarde.

        -     Supongo que querréis descansar. ¿A qué hora paso a recogeros mañana?

les pregunté a mis invitados.

        -     Javier he visto que el cementerio de Paco no está lejos de aquí. ¿Podemos ir ahora?

contestó Antonio, dejándome perplejo.

        -    Sí, claro, aunque no vamos a ver mucho porque ya está todo oscuro y no sé si lo cierran por la noche.

    -    Estupendo. Así sé dónde está y me puedo acercar mañana o en cualquier otro momento; que tú estarás muy ocupado.

                 Xavier debía estar deseando llegar a la habitación, y dormir esas pocas horas que te permite el jet-lag la primera noche. Su cara lo proclamaba a los cuatro vientos. Pero su gallardía no le permitía quedarse en la habitación mientras Antonio empezaba sin ninguna dilación a explorar el patrimonio arquitectónico y urbano de Manila.

    -   Bueno, dejad las maletas en la habitación, refrescaros un poco, y yo os espero aquí en el lobby.          

                 La verdad es que en los cinco años largos en lo que estuve dirigiendo el cervantes[3] de Manila, en mi primer etapa, y en el año que llevo ahora, no he visto a nadie que llegara con tanta energía, que disfrutara tanto de todo, y que reaccionara a todo lo que nos pasaba –hasta a los accidentes- de manera tan positiva. Le parecía todo fenomenal; la comida estaba siempre buenísima en todos los restaurantes a los que íbamos, y ni siquiera el imposible tráfico de la gigantesca metrópoli filipina le perturbaba.

           Con extraodinaria sencillez ostentaba una indiscutible autoridad que iba más allá de lo académico. Tras el incidente de la colisión aparcando el auto, ya en el mall de Greenhils, era divertidísimo ver a Antonio regatear con los vendedores. Cogía los artículos que le interesaban y después de que el vendedor mencionara un precio, Antonio le decía:

        -    No, no, no. Mira: te doy esto. (mostrándole unos billetes). Ya está, ya está.

Y asombrosamente, el vendedor aceptaba sin rechistar el precio que había decidido Antonio.  

               Tras finalizar el congreso algunos de los participantes, entre ellos Antonio y Xavier, se quedaron el fin de semana en Manila. Aprovechamos el sábado para hacer una excursión visitando las iglesias franciscanas de la Laguna de Bay. Se nos unió Gemma Cruz, la que fuera Miss Internacional y ministra de Turismo, gran defensora del patrimonio filipino[4]. La popularidad y el glamour de Gemma hacía que cuando llegábamos a cada uno de los lugares: Morong, Baras, Pakil, Paete, etc., al poco tiempo de descender del minibús, se corriera la voz por toda la población, y se nos acercaran numerosas personas que querían hacerse fotos con Gemma. Además de Gemma, de entre los componentes del grupo, guiris o filipinos, pero todos con innegable aspecto de turistas, destacaba Antonio, que con su impecable traje blanco, su intacta cabellera también blanca parecía un actor de cine. La verdad es que Antonio y Gemma hacían una pareja de cine, y los parroquianos nos preguntaban si el grupo venía directamente de Hollywood.

                Algunos años después de aquel congreso, en 2005, publicamos sus actas en forma de libro, al que titulamos Endangered, siendo nuestra publicación más vendida en distintas ediciones de la anual Feria del libro de Manila. Comienza con el ensayo Barroco hispano en el que Antonio Bonet incorpora los ejemplos patrimoniales filipinos al gran acerbo de la arquitectura barroca hispánica.       

                Cuando al final de aquel mismo año del congreso fui a Madrid a pasar como todos los años las fiestas de Navidad, Antonio me invitó –tal como me había prometido en Manila- a cenar en compañía de Monique su mujer, en un restaurante que frecuentaban en las inmediaciones de su domicilio en pleno centro de Madrid. Todavía no conocía a sus hijos, Pedro, el músico y Juan Manuel –que con el pasar de los años sería primero compañero en el Cervantes, y luego mi jefe como director de la institución.

                Por aquellos años, 2003 y 2004, aunque seguía en Manila, iba con cierta frecuencia a Madrid, a ver a mis padres casi nonagenarios, y aprovechaba siempre para ver a Pedro Navascués que fue mi director de tesis, y que me solía citar en la Academia de BBAA de San Fernando donde a la sazón era Secretario general. Siempre aprovechaba para ir a saludar al director de la institución que no era otro que Antonio, quien siempre me recibía con su proverbial simpatía y buen humor. Pasábamos un rato muy agradable rememorando anécdotas de aquella semana tan especial en Manila. También siempre me preguntaba por nuestro amigo común, el “diplomático músico”, como él decía, quien seguía su carrera en Asia.

                Su memoria era prodigiosa; la última vez que pude comprobarlo, la última que le vi, fue –cómo no- en la Academia, aunque ya no era presidente. Discurrían los últimos días de 2017. Unos amigos habían quedado con el Secretario, José Luis García Del Busto para visitar con él, en el museo, una exposición magnífica sobre Ventura Rodríguez: me invitaron amablemente a unirme al grupo. Al reunirnos en el despacho de G. Del Busto, les hablé de mis visitas a aquel edificio y de mis encuentros con Antonio, insistiendo en que se acordaba de los detalles más nimios de su estancia en Manila. Me dijeron que seguía yendo mucho por allí, que estaba muy bien aunque llevaba un poco mal lo de tener que ir en silla de ruedas; su coquetería le había hecho resistirse mucho a ello.

                Estaba recorriendo la exposición con Del Busto y estos amigos cuando mira por donde aparece Antonio en su silla de ruedas. Fuimos a saludarle; tardó unos pocos segundos en reconocerme: hacía por lo menos cuatro años que no me había visto, en la ceremonia de ingreso en la academia de otro insigne amigo, Alberto Campo Baeza.

-          ¿Te acuerdas Javier de aquel día en Manila que …

Miré a mis amigos, encogiéndome de hombros:

-          ¿No os lo decía?          

                        Trabajar en el Instituto Cervantes, donde llevo casi veinte años, y eso que yo no me veía, me ha aportado muchísimas cosas, pero la más impagable es la de haber podido conocer, tratar, e incluso hacerme amigo de personas tan extraordinarias como Antonio Bonet Correa.

                        ¡Gracias infinitas Antonio: qué privilegio el haberte conocido!


[1] Término acuñado por Pal Keleman, que pudiera ser de aplicación a las construcciones filipinas, principalmente iglesias, construidas en los siglos XVII y XVIII, pero en el que difícilmente encajan las construcciones del siglo XIX.

[2] En aquellos años presidida por Leoncio Cabrero, e impulsada siempre por Rafael Rodríguez-Ponga, jugó un papel muy importante en despertar el interés de la sociedad española por los estudios sobre Asia-Pacífico, y en especial sobre Filipinas. 

[3] Aunque parezca un sacrilegio escribir cervantes con minúscula, reivindico esta grafía cuando nos referimos –nombre común- a uno de los más de sesenta centros que el Instituto Cervantes tiene en todo el mundo.

[4] Autora de varios libros y columnista, Gemma Cruz ha ocupado diversos puestos en la administración filipina, entre ellos el de Directora del Museo Nacional. Donó la sustanciosa cantidad recibida al ganar el concurso de Miss internacional a instituciones benéficas. 


domingo, 5 de abril de 2020

¿TRAERÁ EL COVID -19 LA SALVACIÓN DEL PLANETA?





Por primera vez en su historia, la humanidad sufre un ataque del que son objeto todos sus pueblos y naciones. Hasta ahora ese ataque global era solo una posibilidad reflejada en  películas de ciencia-ficción en las que el mundo es atacado  por extraterrestres, y en las que toda la humanidad es objeto de destrucción o de conquista subyugadora. 

En una guerra nuclear toda la humanidad podría haber sufrido, o podría sufrir, la aniquilación como consecuencia de un enfrentamiento entre dos o más potencias. La amenaza de que, meteoritos aparte, pudiera desaparecer nuestra civilización, la vida en nuestro planeta, como consecuencia de una guerra nuclear, se hizo realidad cuando al menos dos potencias antagónicas dispusieron de arsenales de armas con capacidad para destruirlas por completo. Aunque pareciera absurdo que los dirigentes capaces de desencadenar esa destrucción masiva fueran a propiciar su propia destrucción (y la de sus pueblos), episodios de la historia nos recuerdan que no hay garantía absoluta de que ello no pueda ocurrir. Las últimas generaciones, como nos ha recordado Bill Gates, hemos vivido con esa amenaza nuclear. Amenaza al fin y al cabo, que se ha ido controlando bastante bien. Las de Hiroshima y Nagasaki fueron las primeras y últimas bombas atómicas arrojadas sobre seres humanos.

La existencia de seres inteligentes fuera de la Tierra es una posibilidad que muchos sostienen. El avistamiento de ovnis para muchos lo prueba. Pero no hay evidencia de que existan esos seres ni mucho menos de que quisieran destruirnos.

El ataque generalizado a todos los habitantes del planeta Tierra era hasta hace muy poco una remota amenaza, una especulación teórica sin influencia alguna en nuestras vidas.

Pero he aquí, como ya advirtiera Bill Gates, que un ataque real, se ha cernido sobre todo el planeta. No es nuclear, es microscópico; no es ciencia-ficción, aunque lo parezca, es real. Las características biológicas del virus, y las circunstancias actuales del medio, extremadamente abierto como consecuencia de los procesos llamados de globalización, han provocado que el agente destructor, la enfermedad, no se detenga en ninguna frontera, y ataque por igual a pobres que a ricos. Todo ser humano es susceptible de ser alcanzado por la enfermedad.  Y eso ocurre por primera vez en la historia.
Además, como cada persona es capaz de transmitir la enfermedad, cada persona actúa a su vez como un arma que puede causar la muerte retardada, con su sola presencia, de los seres menos inmunes con los que se cruza. Todos somos bombas de relojería andantes, hasta los niños, especialmente ellos, que curiosamente son los menos vulnerables.

Por primera vez todos hemos comprobado que somos vulnerables ante una misma causa o agente destructivo. Todos, sin excepción. Y no en un libro que hemos leído, en una película que hemos visto; no es una posible amenaza, no es una pesadilla de la que nos acabamos de despertar; es una realidad que está afectando a nuestra vida, que está afectando a todas nuestras vidas.

Y podría ser mucho peor; puede ser todavía peor; si el virus se transmitiera por el aire que respiramos, si su letalidad fuera mayor... Nos hemos damos cuenta colectivamente y casi al unísono de que como especie somos muy vulnerables; somos vulnerables como lo fueron los dinosaurios.

La amenaza que representa el cambio climático, provocado por la acción devastadora del hombre sobre la naturaleza, es una amenaza tan real como la nuclear, que algunos se han tomado muy en serio en las últimas décadas, pero que no todos se lo han tomado tan en serio. Como en los tiempos iniciales de la pandemia del Covid-19, muchos creen que el cambio climático no es para tanto, que a nosotros no nos va a afectar (los icebergs no se derriten en Londres), que ya se tomarán medidas cuando la cosa se ponga peor, que no está cien por cien demostrado que el agujero de la capa de ozono se deba a la acción humana, etc. No nos hemos tomado en serio, no hemos llegado a interiorizar la idea de que la vida en el planeta está amenazada, de que puede desaparecer, de que tarde o temprano nos va a afectar a todos de manera irreversible.

Por cierto que la naturaleza se está dando estas semanas un respiro. Los cielos horriblemente contaminados durante décadas de las megalópolis se han limpiado y lucen intensamente azules. Aparecen en el horizonte montañas que ya no sabíamos que estaban allí y que podíamos ver desde nuestras ciudades. Hasta la capa de ozono se está regenerando; algunos por ello han querido ver en el virus un instrumento de un mecanismo de ajuste de la naturaleza.   

Nos ocurre a nivel de especie como al fumador crónico le ocurre a nivel individual; sabe que el tabaco le puede matar, sabe que no es lógico seguir fumando, que debería dejarlo, que es absurdo día a día seguir intoxicándose. Y hasta que algo o alguien no provoca un click en su interior, no le nace la determinación inequívoca de dejar de fumar, no interioriza esa idea; y sólo a partir de ese momento del click es capaz de poner en práctica las acciones necesarias para conseguir su objetivo de liberarse de la tiranía del tabaco. Lo mismo podría decirse que ocurre con determinadas relaciones humanas.        

El Covid-19 podría ser el desencadenante de que se produzca ese click en nuestro interior que nos haga tomarnos a todos muy en serio el hecho de que la acción del hombre sobre el planeta puede destruirlo, y va a destruirlo si seguimos así, como antes de que el mundo se parara en marzo de 2020. Ese click a partir del cual seamos plenamente conscientes de que no es solo una teoría, una película o una pesadilla, sino que es algo muy real que acabará afectándonos a todos, de forma dramática, tal vez destruyéndonos a todos.

El fumador empedernido ha sufrido una bronquitis aguda que le ha tenido postrado, y que le ha hecho ver cuál puede ser su triste final. Ha visto el final de otros fumadores como él, cuyo sistema inmunológico estaba más débil. Si no deja de fumar ya, tarde o temprano seguirá el mismo camino. Si la humanidad no aprende de esta crisis llegarán otras crisis de consecuencias mucho más devastadoras.

El aspecto más significativo, aun siéndolo mucho, no es el cuantitativo. No sabemos cuántas muertes acabará causando el Covid-19. Algunas fuentes auguran el millón. Son muchas, demasiadas en términos absolutos, pero si las comparamos con las provocadas por otras causas: 1,3 millones de personas mueren al año en las carreteras del planeta; casi diez millones al año de cáncer; más de 6,3 millones de niños por causas relacionadas con la desnutrición; más de ochocientas mil personas se suicidan cada año; se estima que la mal llamada gripe española de 1918 acabó con la vida de entre veinte y cuarenta millones de personas. Vemos que en términos relativos la mortandad ocasionada por le Covid-19 no es mayor a la de otras lacras que ha padecido o padece la humanidad. Lo realmente extraordinario, además de que la contabilidad de estas muertes se hace pública al día, casi a la hora, es que haya afectado a todo el mundo y que haya provocado el cese de la actividad humana en el planeta, mostrando la vulnerabilidad del mismo y de los sistemas sociales y económicos que rigen la vida en él.   

La crisis del Covid-19 pone en evidencia la necesidad de trabajar conjuntamente y de adoptar políticas comunes a nivel planetario, y de que eso sea una prioridad: que el mundo sea uno (and the world will be as one), no sólo en nuestra imaginación sino en la realidad. Constituye además una advertencia muy seria sobre la vulnerabilidad del planeta y de la especie humana. Una nueva advertencia[1] que ha paralizado el mundo, y que debería propiciar el nacimiento de un nuevo orden social, económico y sobre todo político.    


  


       



[1] Paul McCartney que no es un letrista como pudieran serlo Cohen, Dylan o Aute, es capaz de crear quizás como ningún otro autor contemporáneo, con gran sencillez (cultura pop) icónicas metáforas sonoras sobre temas de absoluta trascendencia: Eleanor Rigby (la soledad), Yesterday (la memoria), Let it be (la aceptación). La canción Despite repeated warnings, el decimocuarto corte de su último álbum Egypt Station, simboliza líricamente la actitud irresponsable y suicida de algunos políticos ante la realidad del cambio climático.

miércoles, 25 de marzo de 2020

VEINTITANTAS HORAS EN HUE, (JUNIO 2004)



VEINTITANTAS HORAS EN HUE, (junio 2004)

A mi izquierda discurre el río Huang, cuyo nombre, traducido, viene a querer decir "de los Perfumes". A mi derecha se van sucediendo las edificaciones, cada vez más escasas a medida que mi bicicleta me aleja de Huế. Paro para hacerle foto a una monumental portada que quizá dé acceso a algún templo, antigua residencia de mandarines, o vaya usted a saber. Sigo mi recorrido, hasta que alguien al borde del camino me hace parar, indicándome que debo "aparcar" la bicicleta en una zona en la que se encuentran modestos puestos de souvenirs, y de refrescos. Todo parece indicar que he llegado a la pagoda de Thien Ma, cuya imagen vi por primera vez hace tres años, en la revista de Bangkok Airlines, cuando viajaba desde la capital de Tailandia a Siem Reap, para visitar el sublime complejo de Angkor Vat. La contemplación del escalonamiento ascendente de sus cuerpos octogonales me remitía necesariamente a las formas similares de las torres-campanario de las iglesias filipinas. En efecto, tras andar unos pocos pasos, en una curva del camino que sigue la curva del río, en un montículo, se alzó ante mí la ya familiar silueta, recortada contra un cielo calimoso, azul lechoso. Entre grupos, no muchos, de turistas locales, unas chicas occidentales, probablemente norteamericanas, cuyas formas potentes y curvadas anatomías despiertan en mí ya más interés por su exotismo que por su propio atractivo sexual, acostumbrado a la levedad suave de la mujer oriental.  

            Me llaman la atención unas barandillas con forma esvástica, común en las iconografías de culturas milenarias, antes de ser adoptada como símbolo por los nazis. Tras la pagoda se alza un pequeño templo en cuyo interior un monje hace su ofrenda ante una gran imagen de Buda, entonando características plegarias. El río discurre hermoso a su paso por Thien Ma. Abundan los árboles de fuego, esos que en Filipinas llaman caballeros, incendiando con sus flores rojas el verde paisaje subtropical. Alguna barca, a motor, surca el ancho Río de los Perfumes de cuando en cuando, mientras otras fondean al pie de la pagoda a la espera de capturar a algún turista para hacer el día. Se respira placidez, lejos de los enjambres de motocicletas que recorren las calles de Huế.

            La pagoda no es ya el símbolo de Huế, sino tal vez el icono monumental de Viet Nam. Es difícil competir con el poder icónico-simbólico de una torre: París es la torre Eiffel y no Nôtre Dame; Sevilla la Giralda, y también la torre del Oro. Barcelona las torres de la Sagrada Familia; La Coruña, la torre de Hércules; Nueva York la estatua de la Libertad, que es una torre con forma de mujer.

            Tras hacer un buen número de fotos me dispongo a recuperar mi bicicleta, previo pago de veinte mil dongs, que al cambio son unas veinte pesetas. Al depositar la bici me habían dado un cartón con un número, el mismo que el muchacho que me atendía había escrito con tiza sobre el sillín. Viet Nam empieza a ser un país turístico, y aunque sin llegar a los extremos de otras latitudes donde enjambres de vendedores ocasionales acosan al turista con la venta de baratijas, camisetas o bebidas -el caso más lacerante que he padecido es el de Borobudur, en Java- va por ese camino. Los barqueros apostados al pie de la pagoda querían a toda costa llevarme a dar una vuelta por el río. Aunque siempre es agradable el paseo en barca por un caudaloso río, no era ése mi siguiente objetivo, sino la visita a la tumba del "emperador" Tu-Duc.
Al otro lado del río, desperdigados por el campo, hay una serie de complejos funerarios de mucho interés, como Tu-Duc Tomb. Empecé a dudar entre volver a Huế por donde había venido -idea inicial- y visitar la ciudadela, o cruzar el río, y seguir mi expedición sobre ruedas en busca de las tumbas de los emperadores. Me decanté por esto último, y acabé por aceptar los servicios de una mujeruca, cubierta con el omnipresente gorro cónico de agricultor vietnamita -que forma parte indisoluble del paisaje de este país- quien me ofrecía cruzarme a la otra orilla del río por una módica cantidad. Tras bajar al embarcadero, subimos mi bicicleta a la barca motorizada, donde aguardaban dos niños pequeños y otra mujer. Saqué más fotos a la pagoda, en máximo contrapicado. Tras cruzar el río, mi sorpresa es que la travesía no termina en embarcadero alguno sino en la orilla pura y dura, con su escarpe y su maleza. Protesto y gesticulo: ¿cómo voy a desembarcar con mi bicicleta, en semejante paraje? La mujeruca saca la bicicleta de la embarcación, y la aposta en la orilla. Me hace indicaciones de que cerca encontraré el camino que me permitirá reanudar mi marcha sobre ruedas. Refunfuñando subo la agreste pendiente desde la orilla, tirando de la bicicleta por su manillar. En efecto, pronto encuentro el camino.

            Mi equipaje se reduce a un bulto, que no es otro que una cartera de cuero para guardar el ordenador, que me había regalado Beatriz en mi último viaje a Madrid, mucho más útil para viaje que la original funda, por disponer de varios compartimentos. El ordenador lo había dejado en el hotel de Hanoi, dentro de la maleta. Para día y medio en Huế, no es necesario mayor equipaje. Además de la muda y objetos de aseo, llevo el móvil, la cámara digital, mis medicamentos, las llaves, el estuche con las gafas... En el camino hasta la pagoda, he colocado la cartera de  cuero en el portaobjetos metálico que tiene la bici detrás el manillar, sobre la rueda delantera. Aunque mi equipaje no pesa mucho, a veces su descompensado reparto me obliga a hacer esfuerzos suplementarios para controlar el manillar. Por ello decido hacer uso de la posibilidad que ofrece la cartera de llevarla en la espalda a modo de mochila. De esa forma la conducción de la bici es más cómoda y equilibrada. Celebro no haber cortado las correas que permiten la posición mochila, y que tan poco útiles me habían parecido al principio, para una cartera de sus características.

            Compruebo que de no mucho me sirve el mapa que llevo, para orientarme en una maraña de caminos rurales. La referencia del río me permite tener una idea aproximada de hacia donde me debo encaminar. Hay casas dispersas a los lados del camino; pregunto por el rumbo que debo tomar a algún que otro caminante que voy encontrando. Es difícil para un occidental hacerse entender en un país como Viet Nam, en cuyo idioma la modulación tonal es esencial. Por ello, para las preguntas me ayudo del mapa, haciendo leer al interpelado mi destino. Sé que más o menos voy en la dirección correcta, aunque sin certidumbre de ello. Voy en paralelo al río; en algún momento deberé torcer en perpendicular. Llego a la intersección con un ancho camino, en el que se encuentra el acceso a una fábrica, cuyas chimeneas se pueden ver a cierta distancia. Me paro y pregunto a dos hombres que forman el retén que controla dicho acceso. Parece que me han entendido; me hacen indicaciones inequívocas de que el camino que lleva a Tu-Duc Tomb comienza más allá. Sigo por tanto por el camino paralelo al río. Oigo un ruido sordo por detrás: será que he cogido alguna piedra, o tal vez el ruido venga de alguna de las casas que flanquean, ahora con mayor intensidad, el camino. Llego a la siguiente intersección: el camino que allí nace, debe ser el que me lleve a Tu-Duc Tomb, según las indicaciones de los guardianes de la fábrica. Me paro para cerciorarme de ello, y preguntó a una de las personas que están ahí, al borde del camino, sentada viendo pasar la vida. Al descargar la mochila de mi espalda, para coger el mapa, ¡plaff!: las llaves caen al suelo. ¡Horror! En alguno de los mete y saca del plano en la cartera no he cerrado del todo la doble cremallera de uno de los compartimentos. Aquel ruido sordo que sentí sólo hace un rato se pudo deber a la caída de alguno de mis objetos. Hago una apresurada revisión de la "mochila", y no echo nada en falta: está la cámara, ¡menos mal!, la bolsita con las tarjetas de memoria suplementaria, el pastillero de plata, el estuche de las gafas de sol que contiene las gafas normales, ya que las de sol las llevo puestas; parece que está todo, pero no obstante procedo a desandar lo andado, hasta la fábrica, escrutinando con cuidado el suelo desde la bicicleta: no encuentro nada. En un momento dado se me acerca un individuo, montado también en bicicleta, que recorre algunos metros conmigo, hablándome en vietnamita: no sé qué es lo que puede querer decirme, o pretender.

Vuelvo a andar lo desandado, y al llegar a la intersección donde se me cayeron las llaves, pregunto por el camino hacia Tu-Duc Tomb, que es en efecto el que allí comienza. Tu-Duc Tomb no está lo cerca que según el mapa -sin escala- parecía estar. A los lados del nuevo camino se ven tumbas aquí y allá. Parece que en Viet Nam los enterramientos se producen casi en cualquier lugar, no concentrándose en estructuras acotadas como cementerios. En cualquier caso, mi destino es un mausoleo real, por lo que el encontrar tumbas en el camino no es mala señal. Por fin llego a una carretera, que viene de Huế, y que conduce con toda seguridad a Tu-Duc Tomb.

            Tu-Duc Tomb es ya un lugar turístico; en sus proximidades hay numerosos puestos en los que se venden refrescos y souvenirs; cómo ocurrió al llegar a la pagoda, alguien sale a mi paso, haciéndome señas para que aparque la bicicleta, en el terreno perteneciente a una especie de garito-merendero.

            La tumba del emperador Tu-Duc es en realidad un basto complejo monumental con diversas edificaciones que se disponen en un acotado parque con frondosas arboledas y un romántico estanque inundado de nenúfares. Tu-Duc fue un emperador, el tercero de la dinastía Nguyen, que reinó en Viet Nam durante buena parte de la segunda mitad del siglo XIX. Aunque albergue su mausoleo, y por eso se conoce como la tumba de Tu-Duc, el complejo era en realidad una residencia de recreo del emperador, que tardó en construirse tres años. Entre sus magníficas construcciones especial encanto tienen dos pabellones de madera situados junto al estanque, o mejor dicho en el propio estanque, pues se levantan sobre pilotes a modo de palafitos, que hacen las veces de embarcaderos.

En el mayor de ellos, en cuya cubierta hay instalada una enorme gárgola cerámica, con forma de pez, entablé conversación con una chica vietnamita que "me recibió" con una cálida sonrisa. Aunque no sea raro, tampoco es tan frecuente encontrar a vietnamitas que hablen inglés. Aunque cada vez vamos más turistas a Viet Nam, todavía despertamos curiosidad, y es bastante frecuente que jóvenes y no tan jóvenes quieran entablar conversación, y hasta lleguen a pedirte amablemente que te hagas una foto con ellos. La chica en cuestión era de Huế y había ido a enseñarle Tu-Duc Tomb a dos amigas suyas de otro lugar vietnamita que habían ido a Huế, probablemente con motivo de su "Festival", gran celebración cultural anual, organizada por las autoridades vietnamitas, con la colaboración de algunas embajadas, sobre todo la francesa, y que se celebraba justo durante aquella semana. Quizá lo más destacable de Tu-Duc Tomb sea la armonía de todo el conjunto, el equilibrio entre los pabellones edificados y los elementos naturales que los rodean.
           
            Hace calor y tengo sed. Antes de entrar en el complejo me había tomado ya un refresco en uno de los garitos de la entrada. Al salir de Tu-Duc Tomb, voy a recoger mi bicicleta del merendero-párking donde la había dejado, y aprovecho la doble función del establecimiento para beberme el agua de un inmenso coco que la amable señora que custodia la bicicleta me despacha. Tras refrescarme, inicio el camino de regreso a Huế. El otro complejo funerario que quiero visitar está bastante alejado y ya va siendo tarde; además estoy bastante cansado, tras las peripecias y el ejercicio en la bicicleta. A los cinco minutos de pedaleo, me adelantan unas muchachas en motocicleta que me saludan con efusión: es "mi amiga", que regresa a Huế, con sus dos visitantes. A medida que me voy acercando a Huế, aumenta no sólo el número de edificaciones, sino también el de motocicletas, que se mueven como hormigas, en movimiento continuo y por todas direcciones: parece milagroso que no haya choques continuos, pues nadie frena; todos driblan.
Por fin llegó a la calle principal de Huế, la que discurre paralelamente al río, en la que se ubican las edificaciones institucionales, testimonio de un pasado colonial, periclitado no hace tanto tiempo. Me detengo junto a un monumento que se levanta junto al río en un mirador que lo domina; está dedicado a la memoria de héroes pertenecientes a un movimiento revolucionario de comienzos del siglo XX. Termino mi jornada ciclista en la calle trasera del hotel, devolviendo la bicicleta. Con el señor que me la alquiló, en la mañana, se encuentra una jovencita, que deduzco es su hija, la cual me habla en un correcto francés, que según me dice aprendió allí mismo en Huế, en la escuela.

Tras pagar el alquiler de la bicicleta, me encamino a mi hotel, el Morin Saigón, en el que  tenía la reserva hecha por la agencia de viajes de Hanoi, con la que Manuel, el aulero, había  contactado para organizar mi excursión a Huế. Cuando llega uno a un hotel, siempre tiene sus dudas, sobre la comodidad de la habitación, su higiene, etc. Por la mañana, al registrarme, había podido comprobar que se trataba de un hotel antiguo, aunque en buen estado. Lo único que había visto era el vestíbulo, de aire colonial, sin aire acondicionado, lo que en principio me hizo pensar que no era "de lujo", suscitando mis dudas sobre la comodidad de la habitación.

El Morin-Saigon ocupa una manzana completa: la fachada principal se abre al río, a través de la calle principal de Huế, que corre paralela al mismo. El ruido que hace el enjambre de motocicletas que continuamente la surca, horriblemente molesto. Había pedido una habitación que diera al río, para gozar de su vista. Me di cuenta de que ello quizá me iba a impedir pegar ojo, si el tráfico de motocicletas se prolongaba de madrugada, lo que no sería de extrañar, pues era sábado, y estábamos en pleno festival. Al subir, por fin, a la habitación, me llevo una sorpresa muy agradable: pues es muy espaciosa, está magníficamente amueblada, y el baño es nuevo. El hotel, que data de 1901, ha sido recientemente restaurado, conservando íntegro su rancio sabor colonial; no es que sea, o deje de ser de lujo -que sí que lo es- es que probablemente sea uno de los hoteles con más encanto del sudeste asiático.

Pero como nada es perfecto, compruebo que la carpintería no aísla del infernal ruido que producen las motocicletas, y que el río no se ve, pues los árboles lo tapan. Sí puedo ver el puente por el que en la mañana había cruzado el río, que presentaba una curiosa imagen nocturna: los distintos tramos -formados por arcos metálicos, de los que cuelga el tablero- estaban iluminados con luces que iban cambiando de color. También divisaba desde mi balcón, en la otra orilla, una noria, y se hacía muy patente el bullicio de una ciudad en fiestas, con música a todo volumen. Tras tomar posesión de mi aposento, ducharme y hacer el inevitable recorrido por los canales de la cable TV, me lancé a la calle, aceptando la invitación que la noche, de agradable aunque algo calurosa temperatura, me ofrecía.

               Quizás lo suyo hubiera sido tomar alguno de los barquitos para turistas que hacen recorridos nocturnos por el río de los Perfumes, pero yo me puse a andar por un paseo peatonal que discurre justo por la ribera, por delante de la calle del Morin-Saigon. Entre ambas calles se disponen hoteles de aire francés que alojan en la actualidad instalaciones de instituciones públicas, algunos hermosamente iluminados; también abundan los restaurantes, muy concurridos. Por todas partes letreros y pancartas que hacen referencia al Festival de Huế, 2004. Y en el propio paseo una exposición de pintura infantil, y diversas "instalaciones vanguardistas", la más llamativa quizás, una constituida por escobas. No tengo hambre como para cenar: cuando uno se da un tute como el que llevaba yo, y tras haber bebido miles de litros de líquido, no se tiene hambre. Quizás picar alguna cosa, algo rápido, pero no una cena formal. Comer solo es tristísimo. En la silla vacía, frente a ti, se sienta la soledad a observarte. Lo malo de no comer en estos viajes, es que así pierdes la oportunidad de conocer las particularidades de la cocina local.          

            Quizás anduve durante media hora, hasta llegar al final de la ribera peatonal, donde se tiende el otro puente que une las dos orillas de Huế; allí me di la media vuelta, para volver por donde había venido. Al llegar a cierto punto se me acerca un niñito de unos seis años que jugaba con otro a la pelota; a la ida a punto estuve de darle yo una patada a esa misma pelota que venía mansamente hacia mí, pero se me adelantó una turista que chutó devolviéndola hacia donde estaban los niños, golfillos de la calle; no reparé en la ida que entre patada y patada a la pelota los críos mendigaban; pero a la vuelta uno de ellos me extendió la mano, persiguiéndome un rato con la mano extendida.

Seguí mi camino dispuesto, como cotidianamente en Manila, a no alentar con mi óbolo una mendicidad infantil propiciada por desaprensivos padres que utilizan a las desafortunadas criaturas. A uno siempre le entran remordimientos cuando se ve involucrado en una escena de éstas, y aunque a fuerza de vivirlas en Manila -y de salir de ellas a la voz de walang pera (no hay dinero) con lo que el precoz mendicante comprueba que no eres un turista de paso- el corazón se va endureciendo, uno siempre se queda con la sensación de que algo más habría qué hacer. Tras andar algunos pasos, sentadito en la acera veo a un pequeño harapiento menor del año -todavía no andaba- que era "cuidado" por los dos "futbolistas". Aunque no iba a resolver el problema de los golfillos de Huế aquella noche, sí que podía hacer algo más que seguir andando de vuelta a mi hotel: retrocedí hasta un puesto de bebidas por el que acababa de pasar y compré unos zumos de frutas que entregué a los chavalines. Fue enternecedor ver cómo el más travieso y descarado de los dos fue inmediatamente a darle de beber el zumo al chiquitín. Éste bebía con fruición, mientras el que poco antes gamberreaba descarado se convertía en cuidadosa nodriza, encorvada su frágil anatomía sosteniendo el tetrabrick y la pajita para que su ¿hermanillo? pudiera beber. Era enternecedor: me dieron ganas de sacar una foto, pero inmediatamente pensé qué era sacar una utilidad de la desgracia ajena, y me contuve (mal reportero hubiera hecho yo).

Los paseantes se paraban a mirar curiosos: hasta se formó un grupito. Una niña sonriente y cuchicheante sacó una cámara para hacerles una foto, lo que me apresuré a evitar: "esto no es un espectáculo, ni es divertido; es muy triste", dije, así que nada de fotos. Los viandantes siguieron su camino, pero dos niñas de unos catorce años se quedaron allí, y una de ellas cogió al pequeño en brazos. Le dije si era de Huế o turista, como la mayoría de los viandantes. Me contestó que sí, era de allí, y veía con frecuencia a los niños: ella también les había comprado comida alguna vez. Hablamos un ratito: la conversación, pronto se agotó, y yo seguí mi camino hasta llegar al hotel, con el temor de que el ruido de las motocicletas no me dejara pegar ojo en toda la noche. Estaba cansado.

Tras darme una ducha, me metí en la cama, recorriendo los distintos canales internacionales de televisión, más que nada para que el ruido de la tele enmascarara al más desagradable de las motocicletas. Me puse a pensar en lo que iba a hacer al día siguiente: visitar la ciudadela, y el otro gran mausoleo, más alejado de Huế, calculando la hora a la qué debería levantarme, para poder hacer con holgura el programa deseado. "Llamaré a recepción para que me despierten a la hora oportuna", pensé, "y pondré también el despertador del móvil, por si acaso". "El móvil ¡El móvil! ¡Maldita sea!¡El móvil! Ha sido el móvil, claro lo que se me cayó en el camino de Tu-Duc Tomb. ¡Maldita sea!" Profundamente cabreado por la pérdida del móvil, apenas reparé, al apagar la televisión, en que el ruido de las motocicletas en la calle había cesado.                 

sábado, 14 de marzo de 2020

TRIBULACIONES DE EXPAT (II): los stencils. [Diario de un expat balikbayan (4)]


TRIBULACIONES DE EXPAT (II): los stencils


En mi anterior entrega decía que me encuentro bastante más incómodo ahora que en mi primera etapa de vecino de Makati (2001-06). Y una de las causas fundamentales es el coche, o mejor dicho, la ausencia de él. En la época anterior teníamos coche con chófer en el Instituto. Éramos el único centro de la red con coche, además de Argel que tenía -creo sigue teniendo- coche blindado.

No disponer de coche y chófer en Metro Manila, hoy en día viene a ser como lo era mortificarse con cilicios todos los días en el siglo XVI. Hay una norma no escrita por la que los centros del Instituto en el mundo no pueden disponer de un coche. El primer director del centro de Manila (segundo en realidad, técnicamente hablando), compró un Nissan Patrol 4x4, y contrató a un chófer, adelantándose a esa norma no escrita, e hizo muy bien. Yo heredé aquel coche y aquel conductor y ahora, casi veinte años más tarde, compruebo lo afortunado que era entonces.

A causa del magma del tráfico los desplazamientos en Metro Manila son penosos y de duración muy prolongada, entre una y dos horas, que pueden ser más, para moverse entre los barrios en donde se encuentran las instituciones que frecuentamos  habitualmente. Si te lleva el chófer -aquí todo el mundo, hasta los españoles lo llaman driver- tú puedes ir cómodamente detrás, leyendo informes, hablando por teléfono con unos y con otros, meditando o simplemente durmiendo, que como el sueño es siempre ligero en Manila, la ciudad que nunca duerme, uno suele ir falto de él.

El coche aquel hacía un servicio extraordinario. El fin de semana en vez de dejarlo aparcado en el jardín del Cervantes, me lo llevaba a mi condo -abreviación de condominium -que es como todo el mundo, hasta los españoles llaman aquí a los edificios de apartamentos, con recepción y servicios comunes- donde disponía de una plaza de aparcamiento. El coche tenía ya sus años, y se había quedado bastante obsoleto, pero ya me habían dicho en Madrid que no había reposición posible; que cuando llegara el momento de dárselo al chatarrero, el centro de Manila dejaría de ser una anomalía en la red en lo que a disponer de vehículo propio se refiere.

Al ir a los hoteles de cinco estrellas, Peninsula, Shangri-La, Intercon, mayormente, a las recepciones de las embajadas, nuestro coche contrastaba profundamente con los lujosos vehículos que allí acudían, todos impecables últimos modelos. Al dejarme el chófer, Nilo (Leonilo) era su nombre, en el porte-cochère, a la entrada del hotel, yo me veía- sin ningún complejo eso sí- como Paco Martínez Soria, llegando desde la provincia a la gran ciudad. Mi compañera de aventuras y anécdotas de aquella época, muy dada a poner muy acertados motes y apodos a las personas y a las cosas, y a la que no le importaba nada, a pesar de derrochar clase, belleza, elegancia y glamour, que yo fuera a buscarla los fines de semana en tan sufrido y viajado vehículo, lo rebautizó como "la tartana". Y así lo llamábamos al Nissan Patrol, con mucho cariño.

A mí me hizo un servicio impagable los cinco años que estuve aquí. Murió poco después de yo irme; y lo peor es que antes incluso de que eso sucediera los nuevos gestores del centro despidieron al bueno de Nilo. El driver en Manila es una suerte de escudero. Con él pasas tantas horas, le haces tantas confidencias, reflexionas en voz alta con él: viene a ser como tu sicólogo, porque tampoco habla nada; se limita, muy educado, a decirte a todo “yes sir”, y a responderte cuando le preguntas.

A Jesús el que fuera conductor de los directores del Instituto Cervantes, desde Sánchez Albornoz hasta Caffarel, le dije un día, poco antes de que se fuera a jubilar, que por qué no escribía un libro de memorias con las semblanzas de los directores. Jesús, excelente persona y profesional, discretísimo, no lo hará nunca y no por falta de talento o habilidad, que en el Cervantes hasta los conductores son muy cultos y escritores potenciales, sino por discreción. A mí todo lo que me contó fueron anécdotas sobre las virtudes de sus, nuestros, jefes; como que Juaristi, mente prodigiosa, se podía leer dos libros completos tranquilamente en un viaje de Madrid a Zaragoza. No me habló, por ejemplo, de los cabreos telefónicos de los que a buen seguro fue testigo, de alguno de nuestros próceres.                                                        
Me he ido de época y de continente; disculpe el lector. Es que el tema de los drivers, me doy cuenta, puede dar para mucho, y está muy poco trillado. Pues bien, estábamos en que el equipo que me sucedió puso al bueno de Nilo de patitas en la calle. En el fondo no dejaba de ser una patada que me daban a mí en el trasero de Nilo. ¡Ay el adanismo! al que tan dados somos, quiero creer ¿éramos? los españoles. Echar por tierra lo que ha hecho tu antecesor es lo que suelen hacer los gestores inseguros. Es un pecado que en sí mismo lleva su penitencia, pues con su gestión adanista, en general nefasta, estos gestores inseguros hacen bueno al gestor anterior, aunque este no fuera, o sí, una lumbrera.
Afortunadamente el Cervantes se ha ido profesionalizado cada vez más, incluso en el estamento menos profesionalizado que era el de los directores; ya sólo falta profesionalizarlo de oficio, porque de hecho ya lo está. A Nilo, como a los jugadores de fútbol no le ha sentado nada bien la pérdida de titularidad; a diferencia de otros colaboradores del Instituto, y de la Embajada, que siguen desde mi época anterior, y a los que he encontrado espléndidos. Si Nilo hubiera seguido en el Cervantes todo este tiempo, no me cabe duda de que estaría ahora en mejor forma.

El Cervantes de Manila no tiene coche: ya no es una anomalía en la red Cervantes, aunque sí que lo es en Manila: nadie se lo explica aquí. Nos movemos a base de Grab (el Uber del Sudeste asiático). Es cómodo y eficaz según las zonas y días de la semana. Un viernes a partir de mediodía la probabilidad de que un grab venga a recogerte al corazón de Makati, donde se encuentran ¿para bien? nuestras oficinas, viene a ser la misma que la que tienen los sapos de bailar flamenco (Ella baila sola). Y en Malate, no necesariamente en viernes, he tenido que esperar entre 45 minutos y una hora a que me viniera a recoger un grab.

En cualquier caso yo me he traído mi Toyota RAV-4 directamente desde Marruecos, aunque creo que hubiera sido mejor venderlo allí. Si bien lo he tenido desde hace varios meses en el garaje de mi condo, sólo lo he podido comenzar a utilizar hace unos días; la cantidad de trámites que han sido necesarios para ello merecería un calificativo que superaría con creces la carga semántica de “kafkiano”. Tras varios intentos infructuosos de resolver los trámites administrativos para matricular el coche, nos vimos obligados, mi secretaria y yo a recurrir a  Armand. Armand, que no es francés, sino filipino de pura cepa, trabajaba de ordenanza en el Cervantes de ordenanza cuando yo llegué a Manila en 2001. Dinámico hasta poder decir que encarnaba el principio del movimiento continuo, servicial, respetuoso y eficacísimo. Sin la menor duda uno de los mejores colaboradores, confundidas todas las categorías (perdón por el galicismo), que he tenido.

Armand encarnaba también esa figura tan común del "hombre para todo", al que todo el mundo de la oficina acude cuando tiene un problema. En cada centro de los que he estado siempre había, o aparecía un "armand". Y cuando el armand es excepcional -como era el caso de nuestro Armand de Manila- lo acaba fichando el Barça, que en nuestro caso viene a ser la Embajada. También nos ocurrió con el armand de Rabat, el muy querido Abdallah. Armand trabaja, ya desde hace más de quince años en la Embajada, pero seguimos acudiendo a él cuando tenemos algún problema irresoluble, como el de la matriculación de mi coche.

Durante dos días acompañé a Armand a Quezon City al LTO (Light Transportation Office), a distintas dependencias donde debían resolverse determinados trámites administrativos, incluida una especie de ITV. Yo ya había desistido de intentar encontrarle cualquier lógica a cualquiera de los distintos trámites; seguía a cada paso con fe ciega a Armand, limitándome a preguntarle cada vez: what's next? De todos estos interminables trámites los que más me han llamado la atención han sido los relativos a los stencils: en varias ocasiones un operario provisto de un lápiz y un papel de cebolla ha procedido a identificar alguna marca o número de bastidor, chasis, motor, etc. Por el procedimiento de frotar con el lápiz sobre el papel colocado encima de esa marca o número, esculpida en relieve en alguno de los mencionados componentes del coche.

Los lectores que ya hayan alcanzado cierta edad recordarán que cuando éramos niños poníamos un papel sobre una moneda de peseta o de duro, frotábamos con un lápiz y aparecía la cara de Franco. Pues aunque no lo supiéramos entonces, resultaba que estábamos haciéndonos un stencil. Se preguntará el lector: ¿y para qué hacer los stencils? Según me explicaron para comprobar que todas las piezas del coche vienen de fábrica y no hay componente que pertenezca a coche robado y desguazado previamente. Pero oiga, si mi coche ha venido directamente de Marruecos en una mudanza con franquicia diplomática. Da igual, hay que pasar por los stencils.




sábado, 8 de febrero de 2020

TRIBULACIONES DE EXPATS (Incluye el relato “Malditos dieciseisavos”) [Diario de un expat-balikbayan (3)]

TRIBULACIONES DE EXPATS (Incluye el relato “Malditos dieciseisavos”). 

Vaya por delante que cuando vamos a trabajar a otro país, no es porque alguien nos haya puesto una pistola en el pecho. En la mayoría de los casos tampoco es porque alguien de ese país nos haya llamado. Casi siempre vamos porque, por una u otra razón, nos interesa. Debemos tener muy claro, aunque a algunos algunas veces les cueste admitirlo, que el país que nos acoge va a seguir funcionando exactamente igual estemos nosotros en él o no.  Es decir: si no nos gustan sus  costumbres, o su forma de ser, o su comida o sus servicios, el problema mayormente lo vamos a tener nosotros, si no nos adaptamos.

Dicho esto, es lógico que encontremos chocantes muchas de las cosas que nos ocurren cada día, y que tengamos que ejercitar la virtud de la paciencia en no pocas ocasiones, porque sencillamente las cosas en el país de acogida no son como en el nuestro, ni como creemos que deberían ser.

He recuperado unos relatos que escribí hace ya casi veinte años, en mis primeras estancias en Filipinas, contando las peripecias que me acontecían cuando alquilaba coches. Leyéndolos ahora veo que adolecía -quizás era inevitable- del "síndrome del expat", que quizás no estaba todavía acostumbrado a cultivar -en su necesaria medida- la virtud de la paciencia, y que acababa desesperándome -con mayor o menor razón- por las chocantes cosas que me ocurrían.

En esta nueva etapa de vecino de Makati, me doy cuenta de que con respecto a la etapa anterior (2001-2006), he perdido algunas comodidades: por ejemplo la facilidad de los trámites bancarios de los que disfrutaba entonces; y la pérdida no es achacable en absoluto a Filipinas, sino a Europa o al Citibank, o quizás a los dos. Yo fui de los primeros clientes que tuvo Citibank en España a comienzos de los 80. La diferencia con los vetustos bancos españoles era sideral. Citibank además estaba presente, y tenía cajeros automáticos en muchísimos países, casi todos por los que yo viajaba entonces, y Filipinas no era una excepción.

Había un cajero automático casi debajo de mi casa, que me daba pesos filipinos contra mi cuenta en euros en España aplicando un cambio más favorable para el cliente -en este caso yo- que ningún money changer de la ciudad, y de lejos que ningún banco del país. Disponer de dinero era muy cómodo y sencillo, sin necesidad de hacer costosas y lentas transferencias entre cuentas bancarias.

Pues bien: Citibank decidió allá por 2014 que no le interesaba el ¿arcaico? mercado europeo, y se las piró del Viejo continente. Su red española se la vendió al Banco Popular cuya filosofía estaba en las antípodas de la del Citibank; lo que ocurrió después de esta venta ya es historia de la banca española.                                                   

Ahora que ya no tengo cuenta en Citibank, he tenido que abrir dos cuentas, una en euros y otra en pesos en el BPI (Bank of the Philippine Islands), antiguo Banco de las Islas Filipinas creado en época española. Cada vez que necesito disponer de cash, he de hacer una transferencia desde mi banco español a la cuenta en euros del BPI, normal,  pero si quiero pasar de euros a pesos me aplican un cambio horroroso mucho más bajo del que ofrecen los money changers, con lo que lo que hago es retirar euros, y cambiarlos en uno de estos establecimientos privados donde cambian divisas.

Retirar los euros, aun siendo cliente del banco no es tan sencillo: requiere cada vez formularios y firmas varias, y con ello una demora en la gestión que cada vez se me hace más eterna. Menos mal que el money changer más cercano se encuentra en el mismo edificio de la oficina en la que trabajo: los edificios de oficinas de Makati son como pequeños barrios en altura (no menos de cincuenta pisos) donde hay casi de todo. Pero también la operación del cambio tiene su dilatada espera; no sólo porque haya muchos clientes sino porque los procedimientos siguen siendo como en la era predigital; y no es que Filipinas no esté adelantado en la agenda digital, yo diría que lo está más que Europa en no pocos ámbitos, pero en los bancos siguen haciéndolo todo manualmente y pasando por unos y otros operarios; la mano de obra es muy barata en Filipinas, y bancos, restaurantes y grandes almacenes disponen de ejércitos de empleados que superan en número al de clientes, con un resultado de eficacia, muy dudosa, a diferencia de lo que comportaría la, automatización y racionalización de procesos.

Algo muy positivo y cómodo de Filipinas es que el uso de tarjeta de crédito está muy extendido, prácticamente al mismo nivel que en Europa, con lo que para reducir en lo posible la frecuencia de los trámites que conlleva el adquirir pesos en cash tiro de tarjeta de crédito hasta para tomar café. El caso es que las incomodidades bancarias, y otras -de las que quizás hable en otra entrega- me han hecho recordar esas historias de expats que me ocurrieron hace tantos años, cuando Filipinas era igual que ahora pero diferente, cuando no había todavía euros, ni redes sociales, y que ahora gracias a ellas me atrevo a compartir con el amable lector de estas líneas.


Malditos dieciseisavos  (Escrito en su versión original a finales del año 2000)
Alquilar un coche no debería ser tan complicado, ni tan caro, en una ciudad como Manila. Sin embargo lo es. La demanda es escasa. Claro, no hay mucho loco que prefiera, o simplemente necesite, moverse de forma independiente por tan peculiar megápolis. Es mucho menos nocivo para los nervios, desde luego, que te lleven, y no dejarse engullir por la viscosa y sucia masa amorfa de un tráfico despiadado, en el que no impera regla alguna, sino su selvática ausencia. 

Decidí alquilar el coche el jueves por la noche; así el viernes por la mañana podría salir de Manila tan pronto como me viniera en gana, para seguir con mis recorridos por las iglesias franciscanas de Laguna, iniciados el fin de semana anterior. Me fui al hotel Intercontinental -diez minutos de paseo desde la casa- donde Nissan tiene un punto de alquiler. La semana anterior había alquilado el coche en el hotel Dusit, que me pilla incluso más cerca, pero tras la trifulca que organicé al devolverlo, perjurando que jamás volvería a alquilar un coche a Nissan, no era cuestión de volver por allí. De hecho la oferta de Nissan –unas 10.000 pts. /día- no tenía rival en el pírrico mercado manileño de rent a car, así es que decidí incumplir mi promesa y volver a alquilar un Sentra, eso sí en diferente lugar.

                Antes de que ante mí –accionada por supuesto por uniformado portero: “good evening sir”- se abriera la puerta de cristal, ya podía percibir los gélidos efluvios producto de la climatización del lujoso hotel. Ya se sabe: en país tropical el lujo se manifiesta en frigorías. Pregunto en el front desk, por el Nissan desk, y la señorita me dice que está por ahí fuera. Salgo del inmenso congelador al cálido y húmedo universo de la Ayala Avenue, pero no veo chiringuito ni mostrador alguno. Pregunto al portero, y me señala un atril, con un letrero que dice Transportation. Ya junto al atril, empiezo a contarle a la persona que allí encuentro que quiero alquilar un coche.

- ¿A dónde va a ir Vd?    
- ¿Qué más da? Pues a donde me apetezca. Quiero alquilar un coche, no que me lleven ustedes al aeropuerto o a cualquier otro lugar.
- Entonces quiere usted alquilar un coche, pero sin conductor. ¿Es usted el señor que llamó esta mañana?
- El mismísimo.

La persona que me atiende es la típica filipina media, de complexión menuda, muy educada de por sí, y que además se esfuerza por serlo en cada contestación; que nunca perderá su cortés sonrisa aunque le estés mentando a toda su fenecida ascendencia. Aunque el resultado de la gestión sabes que no va a variar, procede –aunque solo sea por corresponder a su cortesía- intentar ser tan amable como lo son ellos:

-¿Cómo trabaja usted tanto? Ya han pasado horas desde que hablamos por teléfono esta mañana.
- Yes, sir

Me invita amablemente a entrar en el lobby del hotel. Tras hacer un largo recorrido por Siberia, todo en planta baja, llegamos a un cuartito, que se supone es más o menos la oficina de Nissan en el “Intercon”. Me pide el pasaporte y el permiso de conducir, mientras me confirma las condiciones económicas que me había adelantado por la mañana.  Hay que dejar un depósito del ¡145%! Le digo que voy a pagar con VISA. Me la pide. Se la doy. La mete bajo un impreso que empieza a rayar con un  lápiz, como cuando éramos pequeños y poníamos una moneda de cinco duros debajo del papel, y al pasar el lápiz, salía la cara de Franco.

                Me devuelve la tarjeta y sigue rellenando papeles; me vuelve a pedir la tarjeta que yo ya me había guardado en la cartera. Llama para pedir conformidad. Al cabo de un buen  rato la recibe. Me devuelve la tarjeta. Sigue rellenando papeles. Me vuelve a pedir la tarjeta, que yo me había vuelto a guardar en la cartera.

-Excuse me, (con sonrisa entre culpable e inocente.)  

                Le vuelvo a dar la tarjeta. Sigue apuntando cosas. Me devuelve la tarjeta, que ya no me atrevo a volver a guardar en la cartera. Sigue rellenando papeles. Me da a la firma el voucher de la VISA, que está en blanco. ¿Por qué no pone la cantidad del depósito? ¿Para qué demonios me dice lo del 145%, si le voy a pagar con la tarjeta? En cuyo caso el depósito es: ¡todo el crédito que me da VISA!

                Parece que, tras quedarse también con mi carné de identidad -no llevaba el pasaporte- por fin hemos acabado los trámites. Me hace señal para que salgamos a la calle; ¿me entregarán por fin el coche? Volvemos junto al atril, donde un muchacho habla por walky-talky con la persona que se supone debe traer el coche.

-Wait a moment, sir

                Me temo que el moment va a ser bastante más que eso. Me invita a volver a entrar en Siberia, y a esperar sentado y refrigerado –como corresponde a mi supuesta dignidad de “amerikaano” (aquí todos los blancos somos “amerikaanos”). 

Sudar como un pollo fuera,
o entrar en la nevera,
he ahí el dilema.

                En el lobby del hotel hay una exposición de fotografía: escenografías con modelos, preparadas por creadores de moda. Filipino style, muy moderno y alternativo. Me veo la exposición enterita, y como ya me he enfriado lo suficiente, decido seguir la espera fuera.

                Por fin aparece el Nissan Sentra blanco que acabo de alquilar, conducido por un chaval marchoso, que trae la radio-casete a todo volumen; de tez muy oscura (en Filipinas hay una gran variedad racial: desde los así llamados negritos, que poblaban diversas zonas a la llegada de los españoles -incluso hay una isla, de las importantes, que se llama la isla de Negros- hasta los descendientes de chinos, que tiene la piel blanca como porcelana).

                Pero falta por determinar la cantidad de gasolina que tiene el depósito. El coche debe devolverse con -al menos- la misma gasolina que tenía al cogerlo. Y digo determinar, porque raramente te dan el coche con el depósito lleno, o en la mitad, o con tres cuartos. La aguja siempre está en una posición ligeramente anterior a la de lleno. La semana pasada me daban el coche como lleno. Cuando comprobé que la aguja estaba entre tres cuartos y lleno, me dijeron que no me preocupara, y cambiaron la anotación de lleno, que ya figuraba en mi contrato, por un arcano quebrado.

                Cuando devolví el coche que había alquilado en el hotel Dusit, con la aguja del indicador del depósito más cerca del full que del tres cuartos, incrementaron sustancialmente el importe de la factura en concepto de combustible. Ante mi perplejidad me dijeron que había devuelto el coche con menos gasolina de la que tenía cuando lo cogí, y ello llevaba consigo no sólo el pagar el supuesto decremento en el volumen de gasolina al precio que a ellos les daba la gana, sino que además tenía una penalización, nada despreciable. Ante mi indignación me dijeron que el depósito tenía 15/16 cuando me había llevado el coche, y que en el momento de devolverlo tenía menos de eso.

                ¿Pero cómo cojones me podían decir que si quince dieciseisavos, que si treintayocho cuarentaycincoavos, si el indicador de combustible no tiene más que cuatro putas marcas? Y van y me sacan un papelito, en el que aparece una escala dividida en dieciséis partes. La forma de estimar si la aguja está en trece dieciseisavos o en quince es absoluta potestad de ellos, que ni decir tiene que barren descaradamente para casa. Teniendo en cuenta además que en estos coches la aguja tarda enormemente –varios minutos- en llegar a la posición final, lo que desconoce el cliente, se sospecha que sacan una pasta adicional con la gasolina. Dije que no pensaba pagar ni un peso de penalización; que viniera conmigo un tío a la gasolinera, y que me dijera, peso a peso si era necesario, cuando la aguja llegaba –según él- a los malditos quince dieciseisavos. Previamente me había apoderado del voucher en blanco de la VISA, aunque ellos tenían en su poder mi pasaporte.

                Así lo hicimos, y aunque ahora creo que seguían barriendo para casa, pues seguían echando gasolina y el indicador no subía ni a tiros, al menos me quitaron la penalización. Tanto imprequé y tanto debí culpabilizarles, que conseguí que el encargado mostrara un cierto cabreo –cosa bastante poco frecuente dada la inalterable flema filipina- advirtiéndome de que no debía culpar a nadie de lo ocurrido, que simplemente debía comprender que el sistema de los dieciseisavos tenía sus imperfecciones.
               
                Cómo puede suponerse estaba muy concienzado con el asunto de la gasolina, tras la experiencia de la semana anterior en el hotel Dusit, y dispuesto a que no me volviera a ocurrir lo mismo esta vez en el hotel Intercontinental. Por eso cuando la chica de complexión menuda que me estaba atendiendo cantó que el depósito tenía tres cuartos de combustible, mientras la aguja apenas rebasaba la marca de 1/2, puse el grito en el cielo. De repente aparecieron cuatro o cinco empleados, y todos querían meter baza. Uno de ellos corrigió: son once dieciseisavos. Y yo le dije, y por qué no trece dieciseisavos, a ver enseñadme el papelito ese que tenéis con las malditas rayas. No se lo dije así de descortésmente, claro, aunque no haga falta decir que tras casi  tres cuartos de hora de entrar y salir del Intercon yo empezaba a estar ya hasta ... (sí; ha adivinado usted hasta dónde).

                La chica de complexión menuda que me estaba atendiendo, que aunque se suponía era la jefa, no parecía tener muy controlado al personal, decidió que era mejor llenar completamente el depósito, y así no dejar lugar a dudas. Me dieron ganas de darle un beso: era lo que yo mismo había pensado que debería haber hecho la semana anterior, de haber sido consciente de lo que significaban los malditos dieciseisavos, que estaban siendo más funestos que aquellos dieciseisavos de final de la Copa de Europa en los que el Madrid quedó eliminado por un equipo, desconocido entonces, de nombre impronunciable hasta para Matías Prats padre: el Anderlecht.

                Aunque realmente, ¿tenía sentido esperar todavía más tiempo a que el chaval marchoso de tez muy oscura llevara el coche a repostar? ¿No era más sensato devolver el coche siempre con algo más de gasolina, aceptando así –por defecto- la clavada? ¡Qué más daba pagar al final quinientas pesetas más de gasolina, cuando cada día de coche costaba unas diez mil! Más que por tacañería, lo que no estaba dispuesto era a aceptar esa especie de impuesto de los dieciseisavos con el que al parecer pretendían gravar por su cuenta a los turistas incautos.

                Así es que el chaval marchoso de tez muy oscura se lleva el coche, y yo caliente ya por fuera y por dentro, decido volver a refrigerarme en el lobby del hotel. Ya sé que aquí hay que armarse de paciencia, pero el tiempo pasa. Mucho más de lo que sería razonable, teniendo en cuenta que hay, al menos, dos gasolineras aquí al ladito, y que ni a posta se puede tardar tanto. Salgo, y les digo a los que están junto al atril que qué pasa, que si el chaval marchoso de tez muy oscura ha aprovechado para irse por ahí de marcha; que la gasolinera está ahí mismo, y que no hace falta ser Schumacher para tardar menos de media hora en recorrer doscientos o trescientos metros. Me dicen que no, que la gasolinera está más lejos, en Pasong Tamó; que llevan a repostar sus coches a una gasolinera propia.

                Sí; he sido idiota  al aceptar que se lleven a repostar el coche sin preguntar antes que a dónde, y que cuánto van a tardar. Pero, a lo hecho pecho. Vuelvo a entrar por enésima vez en el lobby. Esta vez me cruzo con una descocada muchacha que llama especialmente la atención: aquí todas se visten con mucho decoro: el cine, y la televisión tienen más censura que la España de posguerra, y es raro –a pesar del calor- ver a una chica con minifalda. Al cruzarnos, tras mirarme de arriba abajo, sonriente, me lanza con mucho glamur un sensual y desafiante “hi” (léase jaaaeee). Sí, acertó usted de nuevo…

                El tiempo sigue pasando. Ya me sé de memoria cada una de las fotografías de la exposición; el nombre del fotógrafo; de la modelo; donde está hecha la toma, qué fotos están ya vendidas; cual es el precio de cada una; etc., etc. Salgo, y les digo a los chicos, que ya está bien. Pasong Tamó no está tan lejos, y ya le ha dado tiempo al chaval marchoso de tez muy oscura de dar la vuelta a Metro Manila siete veces.

                No, señor. Es que primero tiene que ir a que le den la autorización a no sé dónde, para poder llenar el depósito, y luego ir a la gasolinera de Pasong Tamó. Pero no se preocupe que ya está de camino. Los chicos quieren agradar. Repiten dieciocho veces: sorry sir, very sorry. Hablan a cada momento por el walky-talky. Me van dando el parte de por dónde va el coche. Quieren agradar, resultan entrañables.  

                Por fin, aparece al volante del Nissan Sentra el chaval marchoso de tez muy oscura. Resulta  hasta emocionante. Entre bromas y chanzas  -el conductor se muestra feliz tras su proeza- me acerco al salpicadero para comprobar –cuestión de rutina- que la aguja del indicador de nivel de combustible está a tope, en todo lo alto, como propuso la chica de complexión menuda que me estaba atendiendo que aunque se suponía era la jefa, no parecía tener muy controlado al personal.

No, no puede ser. Me acabaré despertando de un momento a otro. La aguja está entre tres cuartos y full. ¿Para eso llevo yo aquí más de tres cuartos de hora, esperando a que  rellenen el depósito? Ante mis imprecaciones en toda clase de idiomas y dialectos, lenguas vivas y muertas, de uso universal o local, uno de los muchachos va y me dice:

- No se preocupe señor: marca quince dieciseisavos.