miércoles, 25 de marzo de 2020

VEINTITANTAS HORAS EN HUE, (JUNIO 2004)



VEINTITANTAS HORAS EN HUE, (junio 2004)

A mi izquierda discurre el río Huang, cuyo nombre, traducido, viene a querer decir "de los Perfumes". A mi derecha se van sucediendo las edificaciones, cada vez más escasas a medida que mi bicicleta me aleja de Huế. Paro para hacerle foto a una monumental portada que quizá dé acceso a algún templo, antigua residencia de mandarines, o vaya usted a saber. Sigo mi recorrido, hasta que alguien al borde del camino me hace parar, indicándome que debo "aparcar" la bicicleta en una zona en la que se encuentran modestos puestos de souvenirs, y de refrescos. Todo parece indicar que he llegado a la pagoda de Thien Ma, cuya imagen vi por primera vez hace tres años, en la revista de Bangkok Airlines, cuando viajaba desde la capital de Tailandia a Siem Reap, para visitar el sublime complejo de Angkor Vat. La contemplación del escalonamiento ascendente de sus cuerpos octogonales me remitía necesariamente a las formas similares de las torres-campanario de las iglesias filipinas. En efecto, tras andar unos pocos pasos, en una curva del camino que sigue la curva del río, en un montículo, se alzó ante mí la ya familiar silueta, recortada contra un cielo calimoso, azul lechoso. Entre grupos, no muchos, de turistas locales, unas chicas occidentales, probablemente norteamericanas, cuyas formas potentes y curvadas anatomías despiertan en mí ya más interés por su exotismo que por su propio atractivo sexual, acostumbrado a la levedad suave de la mujer oriental.  

            Me llaman la atención unas barandillas con forma esvástica, común en las iconografías de culturas milenarias, antes de ser adoptada como símbolo por los nazis. Tras la pagoda se alza un pequeño templo en cuyo interior un monje hace su ofrenda ante una gran imagen de Buda, entonando características plegarias. El río discurre hermoso a su paso por Thien Ma. Abundan los árboles de fuego, esos que en Filipinas llaman caballeros, incendiando con sus flores rojas el verde paisaje subtropical. Alguna barca, a motor, surca el ancho Río de los Perfumes de cuando en cuando, mientras otras fondean al pie de la pagoda a la espera de capturar a algún turista para hacer el día. Se respira placidez, lejos de los enjambres de motocicletas que recorren las calles de Huế.

            La pagoda no es ya el símbolo de Huế, sino tal vez el icono monumental de Viet Nam. Es difícil competir con el poder icónico-simbólico de una torre: París es la torre Eiffel y no Nôtre Dame; Sevilla la Giralda, y también la torre del Oro. Barcelona las torres de la Sagrada Familia; La Coruña, la torre de Hércules; Nueva York la estatua de la Libertad, que es una torre con forma de mujer.

            Tras hacer un buen número de fotos me dispongo a recuperar mi bicicleta, previo pago de veinte mil dongs, que al cambio son unas veinte pesetas. Al depositar la bici me habían dado un cartón con un número, el mismo que el muchacho que me atendía había escrito con tiza sobre el sillín. Viet Nam empieza a ser un país turístico, y aunque sin llegar a los extremos de otras latitudes donde enjambres de vendedores ocasionales acosan al turista con la venta de baratijas, camisetas o bebidas -el caso más lacerante que he padecido es el de Borobudur, en Java- va por ese camino. Los barqueros apostados al pie de la pagoda querían a toda costa llevarme a dar una vuelta por el río. Aunque siempre es agradable el paseo en barca por un caudaloso río, no era ése mi siguiente objetivo, sino la visita a la tumba del "emperador" Tu-Duc.
Al otro lado del río, desperdigados por el campo, hay una serie de complejos funerarios de mucho interés, como Tu-Duc Tomb. Empecé a dudar entre volver a Huế por donde había venido -idea inicial- y visitar la ciudadela, o cruzar el río, y seguir mi expedición sobre ruedas en busca de las tumbas de los emperadores. Me decanté por esto último, y acabé por aceptar los servicios de una mujeruca, cubierta con el omnipresente gorro cónico de agricultor vietnamita -que forma parte indisoluble del paisaje de este país- quien me ofrecía cruzarme a la otra orilla del río por una módica cantidad. Tras bajar al embarcadero, subimos mi bicicleta a la barca motorizada, donde aguardaban dos niños pequeños y otra mujer. Saqué más fotos a la pagoda, en máximo contrapicado. Tras cruzar el río, mi sorpresa es que la travesía no termina en embarcadero alguno sino en la orilla pura y dura, con su escarpe y su maleza. Protesto y gesticulo: ¿cómo voy a desembarcar con mi bicicleta, en semejante paraje? La mujeruca saca la bicicleta de la embarcación, y la aposta en la orilla. Me hace indicaciones de que cerca encontraré el camino que me permitirá reanudar mi marcha sobre ruedas. Refunfuñando subo la agreste pendiente desde la orilla, tirando de la bicicleta por su manillar. En efecto, pronto encuentro el camino.

            Mi equipaje se reduce a un bulto, que no es otro que una cartera de cuero para guardar el ordenador, que me había regalado Beatriz en mi último viaje a Madrid, mucho más útil para viaje que la original funda, por disponer de varios compartimentos. El ordenador lo había dejado en el hotel de Hanoi, dentro de la maleta. Para día y medio en Huế, no es necesario mayor equipaje. Además de la muda y objetos de aseo, llevo el móvil, la cámara digital, mis medicamentos, las llaves, el estuche con las gafas... En el camino hasta la pagoda, he colocado la cartera de  cuero en el portaobjetos metálico que tiene la bici detrás el manillar, sobre la rueda delantera. Aunque mi equipaje no pesa mucho, a veces su descompensado reparto me obliga a hacer esfuerzos suplementarios para controlar el manillar. Por ello decido hacer uso de la posibilidad que ofrece la cartera de llevarla en la espalda a modo de mochila. De esa forma la conducción de la bici es más cómoda y equilibrada. Celebro no haber cortado las correas que permiten la posición mochila, y que tan poco útiles me habían parecido al principio, para una cartera de sus características.

            Compruebo que de no mucho me sirve el mapa que llevo, para orientarme en una maraña de caminos rurales. La referencia del río me permite tener una idea aproximada de hacia donde me debo encaminar. Hay casas dispersas a los lados del camino; pregunto por el rumbo que debo tomar a algún que otro caminante que voy encontrando. Es difícil para un occidental hacerse entender en un país como Viet Nam, en cuyo idioma la modulación tonal es esencial. Por ello, para las preguntas me ayudo del mapa, haciendo leer al interpelado mi destino. Sé que más o menos voy en la dirección correcta, aunque sin certidumbre de ello. Voy en paralelo al río; en algún momento deberé torcer en perpendicular. Llego a la intersección con un ancho camino, en el que se encuentra el acceso a una fábrica, cuyas chimeneas se pueden ver a cierta distancia. Me paro y pregunto a dos hombres que forman el retén que controla dicho acceso. Parece que me han entendido; me hacen indicaciones inequívocas de que el camino que lleva a Tu-Duc Tomb comienza más allá. Sigo por tanto por el camino paralelo al río. Oigo un ruido sordo por detrás: será que he cogido alguna piedra, o tal vez el ruido venga de alguna de las casas que flanquean, ahora con mayor intensidad, el camino. Llego a la siguiente intersección: el camino que allí nace, debe ser el que me lleve a Tu-Duc Tomb, según las indicaciones de los guardianes de la fábrica. Me paro para cerciorarme de ello, y preguntó a una de las personas que están ahí, al borde del camino, sentada viendo pasar la vida. Al descargar la mochila de mi espalda, para coger el mapa, ¡plaff!: las llaves caen al suelo. ¡Horror! En alguno de los mete y saca del plano en la cartera no he cerrado del todo la doble cremallera de uno de los compartimentos. Aquel ruido sordo que sentí sólo hace un rato se pudo deber a la caída de alguno de mis objetos. Hago una apresurada revisión de la "mochila", y no echo nada en falta: está la cámara, ¡menos mal!, la bolsita con las tarjetas de memoria suplementaria, el pastillero de plata, el estuche de las gafas de sol que contiene las gafas normales, ya que las de sol las llevo puestas; parece que está todo, pero no obstante procedo a desandar lo andado, hasta la fábrica, escrutinando con cuidado el suelo desde la bicicleta: no encuentro nada. En un momento dado se me acerca un individuo, montado también en bicicleta, que recorre algunos metros conmigo, hablándome en vietnamita: no sé qué es lo que puede querer decirme, o pretender.

Vuelvo a andar lo desandado, y al llegar a la intersección donde se me cayeron las llaves, pregunto por el camino hacia Tu-Duc Tomb, que es en efecto el que allí comienza. Tu-Duc Tomb no está lo cerca que según el mapa -sin escala- parecía estar. A los lados del nuevo camino se ven tumbas aquí y allá. Parece que en Viet Nam los enterramientos se producen casi en cualquier lugar, no concentrándose en estructuras acotadas como cementerios. En cualquier caso, mi destino es un mausoleo real, por lo que el encontrar tumbas en el camino no es mala señal. Por fin llego a una carretera, que viene de Huế, y que conduce con toda seguridad a Tu-Duc Tomb.

            Tu-Duc Tomb es ya un lugar turístico; en sus proximidades hay numerosos puestos en los que se venden refrescos y souvenirs; cómo ocurrió al llegar a la pagoda, alguien sale a mi paso, haciéndome señas para que aparque la bicicleta, en el terreno perteneciente a una especie de garito-merendero.

            La tumba del emperador Tu-Duc es en realidad un basto complejo monumental con diversas edificaciones que se disponen en un acotado parque con frondosas arboledas y un romántico estanque inundado de nenúfares. Tu-Duc fue un emperador, el tercero de la dinastía Nguyen, que reinó en Viet Nam durante buena parte de la segunda mitad del siglo XIX. Aunque albergue su mausoleo, y por eso se conoce como la tumba de Tu-Duc, el complejo era en realidad una residencia de recreo del emperador, que tardó en construirse tres años. Entre sus magníficas construcciones especial encanto tienen dos pabellones de madera situados junto al estanque, o mejor dicho en el propio estanque, pues se levantan sobre pilotes a modo de palafitos, que hacen las veces de embarcaderos.

En el mayor de ellos, en cuya cubierta hay instalada una enorme gárgola cerámica, con forma de pez, entablé conversación con una chica vietnamita que "me recibió" con una cálida sonrisa. Aunque no sea raro, tampoco es tan frecuente encontrar a vietnamitas que hablen inglés. Aunque cada vez vamos más turistas a Viet Nam, todavía despertamos curiosidad, y es bastante frecuente que jóvenes y no tan jóvenes quieran entablar conversación, y hasta lleguen a pedirte amablemente que te hagas una foto con ellos. La chica en cuestión era de Huế y había ido a enseñarle Tu-Duc Tomb a dos amigas suyas de otro lugar vietnamita que habían ido a Huế, probablemente con motivo de su "Festival", gran celebración cultural anual, organizada por las autoridades vietnamitas, con la colaboración de algunas embajadas, sobre todo la francesa, y que se celebraba justo durante aquella semana. Quizá lo más destacable de Tu-Duc Tomb sea la armonía de todo el conjunto, el equilibrio entre los pabellones edificados y los elementos naturales que los rodean.
           
            Hace calor y tengo sed. Antes de entrar en el complejo me había tomado ya un refresco en uno de los garitos de la entrada. Al salir de Tu-Duc Tomb, voy a recoger mi bicicleta del merendero-párking donde la había dejado, y aprovecho la doble función del establecimiento para beberme el agua de un inmenso coco que la amable señora que custodia la bicicleta me despacha. Tras refrescarme, inicio el camino de regreso a Huế. El otro complejo funerario que quiero visitar está bastante alejado y ya va siendo tarde; además estoy bastante cansado, tras las peripecias y el ejercicio en la bicicleta. A los cinco minutos de pedaleo, me adelantan unas muchachas en motocicleta que me saludan con efusión: es "mi amiga", que regresa a Huế, con sus dos visitantes. A medida que me voy acercando a Huế, aumenta no sólo el número de edificaciones, sino también el de motocicletas, que se mueven como hormigas, en movimiento continuo y por todas direcciones: parece milagroso que no haya choques continuos, pues nadie frena; todos driblan.
Por fin llegó a la calle principal de Huế, la que discurre paralelamente al río, en la que se ubican las edificaciones institucionales, testimonio de un pasado colonial, periclitado no hace tanto tiempo. Me detengo junto a un monumento que se levanta junto al río en un mirador que lo domina; está dedicado a la memoria de héroes pertenecientes a un movimiento revolucionario de comienzos del siglo XX. Termino mi jornada ciclista en la calle trasera del hotel, devolviendo la bicicleta. Con el señor que me la alquiló, en la mañana, se encuentra una jovencita, que deduzco es su hija, la cual me habla en un correcto francés, que según me dice aprendió allí mismo en Huế, en la escuela.

Tras pagar el alquiler de la bicicleta, me encamino a mi hotel, el Morin Saigón, en el que  tenía la reserva hecha por la agencia de viajes de Hanoi, con la que Manuel, el aulero, había  contactado para organizar mi excursión a Huế. Cuando llega uno a un hotel, siempre tiene sus dudas, sobre la comodidad de la habitación, su higiene, etc. Por la mañana, al registrarme, había podido comprobar que se trataba de un hotel antiguo, aunque en buen estado. Lo único que había visto era el vestíbulo, de aire colonial, sin aire acondicionado, lo que en principio me hizo pensar que no era "de lujo", suscitando mis dudas sobre la comodidad de la habitación.

El Morin-Saigon ocupa una manzana completa: la fachada principal se abre al río, a través de la calle principal de Huế, que corre paralela al mismo. El ruido que hace el enjambre de motocicletas que continuamente la surca, horriblemente molesto. Había pedido una habitación que diera al río, para gozar de su vista. Me di cuenta de que ello quizá me iba a impedir pegar ojo, si el tráfico de motocicletas se prolongaba de madrugada, lo que no sería de extrañar, pues era sábado, y estábamos en pleno festival. Al subir, por fin, a la habitación, me llevo una sorpresa muy agradable: pues es muy espaciosa, está magníficamente amueblada, y el baño es nuevo. El hotel, que data de 1901, ha sido recientemente restaurado, conservando íntegro su rancio sabor colonial; no es que sea, o deje de ser de lujo -que sí que lo es- es que probablemente sea uno de los hoteles con más encanto del sudeste asiático.

Pero como nada es perfecto, compruebo que la carpintería no aísla del infernal ruido que producen las motocicletas, y que el río no se ve, pues los árboles lo tapan. Sí puedo ver el puente por el que en la mañana había cruzado el río, que presentaba una curiosa imagen nocturna: los distintos tramos -formados por arcos metálicos, de los que cuelga el tablero- estaban iluminados con luces que iban cambiando de color. También divisaba desde mi balcón, en la otra orilla, una noria, y se hacía muy patente el bullicio de una ciudad en fiestas, con música a todo volumen. Tras tomar posesión de mi aposento, ducharme y hacer el inevitable recorrido por los canales de la cable TV, me lancé a la calle, aceptando la invitación que la noche, de agradable aunque algo calurosa temperatura, me ofrecía.

               Quizás lo suyo hubiera sido tomar alguno de los barquitos para turistas que hacen recorridos nocturnos por el río de los Perfumes, pero yo me puse a andar por un paseo peatonal que discurre justo por la ribera, por delante de la calle del Morin-Saigon. Entre ambas calles se disponen hoteles de aire francés que alojan en la actualidad instalaciones de instituciones públicas, algunos hermosamente iluminados; también abundan los restaurantes, muy concurridos. Por todas partes letreros y pancartas que hacen referencia al Festival de Huế, 2004. Y en el propio paseo una exposición de pintura infantil, y diversas "instalaciones vanguardistas", la más llamativa quizás, una constituida por escobas. No tengo hambre como para cenar: cuando uno se da un tute como el que llevaba yo, y tras haber bebido miles de litros de líquido, no se tiene hambre. Quizás picar alguna cosa, algo rápido, pero no una cena formal. Comer solo es tristísimo. En la silla vacía, frente a ti, se sienta la soledad a observarte. Lo malo de no comer en estos viajes, es que así pierdes la oportunidad de conocer las particularidades de la cocina local.          

            Quizás anduve durante media hora, hasta llegar al final de la ribera peatonal, donde se tiende el otro puente que une las dos orillas de Huế; allí me di la media vuelta, para volver por donde había venido. Al llegar a cierto punto se me acerca un niñito de unos seis años que jugaba con otro a la pelota; a la ida a punto estuve de darle yo una patada a esa misma pelota que venía mansamente hacia mí, pero se me adelantó una turista que chutó devolviéndola hacia donde estaban los niños, golfillos de la calle; no reparé en la ida que entre patada y patada a la pelota los críos mendigaban; pero a la vuelta uno de ellos me extendió la mano, persiguiéndome un rato con la mano extendida.

Seguí mi camino dispuesto, como cotidianamente en Manila, a no alentar con mi óbolo una mendicidad infantil propiciada por desaprensivos padres que utilizan a las desafortunadas criaturas. A uno siempre le entran remordimientos cuando se ve involucrado en una escena de éstas, y aunque a fuerza de vivirlas en Manila -y de salir de ellas a la voz de walang pera (no hay dinero) con lo que el precoz mendicante comprueba que no eres un turista de paso- el corazón se va endureciendo, uno siempre se queda con la sensación de que algo más habría qué hacer. Tras andar algunos pasos, sentadito en la acera veo a un pequeño harapiento menor del año -todavía no andaba- que era "cuidado" por los dos "futbolistas". Aunque no iba a resolver el problema de los golfillos de Huế aquella noche, sí que podía hacer algo más que seguir andando de vuelta a mi hotel: retrocedí hasta un puesto de bebidas por el que acababa de pasar y compré unos zumos de frutas que entregué a los chavalines. Fue enternecedor ver cómo el más travieso y descarado de los dos fue inmediatamente a darle de beber el zumo al chiquitín. Éste bebía con fruición, mientras el que poco antes gamberreaba descarado se convertía en cuidadosa nodriza, encorvada su frágil anatomía sosteniendo el tetrabrick y la pajita para que su ¿hermanillo? pudiera beber. Era enternecedor: me dieron ganas de sacar una foto, pero inmediatamente pensé qué era sacar una utilidad de la desgracia ajena, y me contuve (mal reportero hubiera hecho yo).

Los paseantes se paraban a mirar curiosos: hasta se formó un grupito. Una niña sonriente y cuchicheante sacó una cámara para hacerles una foto, lo que me apresuré a evitar: "esto no es un espectáculo, ni es divertido; es muy triste", dije, así que nada de fotos. Los viandantes siguieron su camino, pero dos niñas de unos catorce años se quedaron allí, y una de ellas cogió al pequeño en brazos. Le dije si era de Huế o turista, como la mayoría de los viandantes. Me contestó que sí, era de allí, y veía con frecuencia a los niños: ella también les había comprado comida alguna vez. Hablamos un ratito: la conversación, pronto se agotó, y yo seguí mi camino hasta llegar al hotel, con el temor de que el ruido de las motocicletas no me dejara pegar ojo en toda la noche. Estaba cansado.

Tras darme una ducha, me metí en la cama, recorriendo los distintos canales internacionales de televisión, más que nada para que el ruido de la tele enmascarara al más desagradable de las motocicletas. Me puse a pensar en lo que iba a hacer al día siguiente: visitar la ciudadela, y el otro gran mausoleo, más alejado de Huế, calculando la hora a la qué debería levantarme, para poder hacer con holgura el programa deseado. "Llamaré a recepción para que me despierten a la hora oportuna", pensé, "y pondré también el despertador del móvil, por si acaso". "El móvil ¡El móvil! ¡Maldita sea!¡El móvil! Ha sido el móvil, claro lo que se me cayó en el camino de Tu-Duc Tomb. ¡Maldita sea!" Profundamente cabreado por la pérdida del móvil, apenas reparé, al apagar la televisión, en que el ruido de las motocicletas en la calle había cesado.                 

sábado, 14 de marzo de 2020

TRIBULACIONES DE EXPAT (II): los stencils. [Diario de un expat balikbayan (4)]


TRIBULACIONES DE EXPAT (II): los stencils


En mi anterior entrega decía que me encuentro bastante más incómodo ahora que en mi primera etapa de vecino de Makati (2001-06). Y una de las causas fundamentales es el coche, o mejor dicho, la ausencia de él. En la época anterior teníamos coche con chófer en el Instituto. Éramos el único centro de la red con coche, además de Argel que tenía -creo sigue teniendo- coche blindado.

No disponer de coche y chófer en Metro Manila, hoy en día viene a ser como lo era mortificarse con cilicios todos los días en el siglo XVI. Hay una norma no escrita por la que los centros del Instituto en el mundo no pueden disponer de un coche. El primer director del centro de Manila (segundo en realidad, técnicamente hablando), compró un Nissan Patrol 4x4, y contrató a un chófer, adelantándose a esa norma no escrita, e hizo muy bien. Yo heredé aquel coche y aquel conductor y ahora, casi veinte años más tarde, compruebo lo afortunado que era entonces.

A causa del magma del tráfico los desplazamientos en Metro Manila son penosos y de duración muy prolongada, entre una y dos horas, que pueden ser más, para moverse entre los barrios en donde se encuentran las instituciones que frecuentamos  habitualmente. Si te lleva el chófer -aquí todo el mundo, hasta los españoles lo llaman driver- tú puedes ir cómodamente detrás, leyendo informes, hablando por teléfono con unos y con otros, meditando o simplemente durmiendo, que como el sueño es siempre ligero en Manila, la ciudad que nunca duerme, uno suele ir falto de él.

El coche aquel hacía un servicio extraordinario. El fin de semana en vez de dejarlo aparcado en el jardín del Cervantes, me lo llevaba a mi condo -abreviación de condominium -que es como todo el mundo, hasta los españoles llaman aquí a los edificios de apartamentos, con recepción y servicios comunes- donde disponía de una plaza de aparcamiento. El coche tenía ya sus años, y se había quedado bastante obsoleto, pero ya me habían dicho en Madrid que no había reposición posible; que cuando llegara el momento de dárselo al chatarrero, el centro de Manila dejaría de ser una anomalía en la red en lo que a disponer de vehículo propio se refiere.

Al ir a los hoteles de cinco estrellas, Peninsula, Shangri-La, Intercon, mayormente, a las recepciones de las embajadas, nuestro coche contrastaba profundamente con los lujosos vehículos que allí acudían, todos impecables últimos modelos. Al dejarme el chófer, Nilo (Leonilo) era su nombre, en el porte-cochère, a la entrada del hotel, yo me veía- sin ningún complejo eso sí- como Paco Martínez Soria, llegando desde la provincia a la gran ciudad. Mi compañera de aventuras y anécdotas de aquella época, muy dada a poner muy acertados motes y apodos a las personas y a las cosas, y a la que no le importaba nada, a pesar de derrochar clase, belleza, elegancia y glamour, que yo fuera a buscarla los fines de semana en tan sufrido y viajado vehículo, lo rebautizó como "la tartana". Y así lo llamábamos al Nissan Patrol, con mucho cariño.

A mí me hizo un servicio impagable los cinco años que estuve aquí. Murió poco después de yo irme; y lo peor es que antes incluso de que eso sucediera los nuevos gestores del centro despidieron al bueno de Nilo. El driver en Manila es una suerte de escudero. Con él pasas tantas horas, le haces tantas confidencias, reflexionas en voz alta con él: viene a ser como tu sicólogo, porque tampoco habla nada; se limita, muy educado, a decirte a todo “yes sir”, y a responderte cuando le preguntas.

A Jesús el que fuera conductor de los directores del Instituto Cervantes, desde Sánchez Albornoz hasta Caffarel, le dije un día, poco antes de que se fuera a jubilar, que por qué no escribía un libro de memorias con las semblanzas de los directores. Jesús, excelente persona y profesional, discretísimo, no lo hará nunca y no por falta de talento o habilidad, que en el Cervantes hasta los conductores son muy cultos y escritores potenciales, sino por discreción. A mí todo lo que me contó fueron anécdotas sobre las virtudes de sus, nuestros, jefes; como que Juaristi, mente prodigiosa, se podía leer dos libros completos tranquilamente en un viaje de Madrid a Zaragoza. No me habló, por ejemplo, de los cabreos telefónicos de los que a buen seguro fue testigo, de alguno de nuestros próceres.                                                        
Me he ido de época y de continente; disculpe el lector. Es que el tema de los drivers, me doy cuenta, puede dar para mucho, y está muy poco trillado. Pues bien, estábamos en que el equipo que me sucedió puso al bueno de Nilo de patitas en la calle. En el fondo no dejaba de ser una patada que me daban a mí en el trasero de Nilo. ¡Ay el adanismo! al que tan dados somos, quiero creer ¿éramos? los españoles. Echar por tierra lo que ha hecho tu antecesor es lo que suelen hacer los gestores inseguros. Es un pecado que en sí mismo lleva su penitencia, pues con su gestión adanista, en general nefasta, estos gestores inseguros hacen bueno al gestor anterior, aunque este no fuera, o sí, una lumbrera.
Afortunadamente el Cervantes se ha ido profesionalizado cada vez más, incluso en el estamento menos profesionalizado que era el de los directores; ya sólo falta profesionalizarlo de oficio, porque de hecho ya lo está. A Nilo, como a los jugadores de fútbol no le ha sentado nada bien la pérdida de titularidad; a diferencia de otros colaboradores del Instituto, y de la Embajada, que siguen desde mi época anterior, y a los que he encontrado espléndidos. Si Nilo hubiera seguido en el Cervantes todo este tiempo, no me cabe duda de que estaría ahora en mejor forma.

El Cervantes de Manila no tiene coche: ya no es una anomalía en la red Cervantes, aunque sí que lo es en Manila: nadie se lo explica aquí. Nos movemos a base de Grab (el Uber del Sudeste asiático). Es cómodo y eficaz según las zonas y días de la semana. Un viernes a partir de mediodía la probabilidad de que un grab venga a recogerte al corazón de Makati, donde se encuentran ¿para bien? nuestras oficinas, viene a ser la misma que la que tienen los sapos de bailar flamenco (Ella baila sola). Y en Malate, no necesariamente en viernes, he tenido que esperar entre 45 minutos y una hora a que me viniera a recoger un grab.

En cualquier caso yo me he traído mi Toyota RAV-4 directamente desde Marruecos, aunque creo que hubiera sido mejor venderlo allí. Si bien lo he tenido desde hace varios meses en el garaje de mi condo, sólo lo he podido comenzar a utilizar hace unos días; la cantidad de trámites que han sido necesarios para ello merecería un calificativo que superaría con creces la carga semántica de “kafkiano”. Tras varios intentos infructuosos de resolver los trámites administrativos para matricular el coche, nos vimos obligados, mi secretaria y yo a recurrir a  Armand. Armand, que no es francés, sino filipino de pura cepa, trabajaba de ordenanza en el Cervantes de ordenanza cuando yo llegué a Manila en 2001. Dinámico hasta poder decir que encarnaba el principio del movimiento continuo, servicial, respetuoso y eficacísimo. Sin la menor duda uno de los mejores colaboradores, confundidas todas las categorías (perdón por el galicismo), que he tenido.

Armand encarnaba también esa figura tan común del "hombre para todo", al que todo el mundo de la oficina acude cuando tiene un problema. En cada centro de los que he estado siempre había, o aparecía un "armand". Y cuando el armand es excepcional -como era el caso de nuestro Armand de Manila- lo acaba fichando el Barça, que en nuestro caso viene a ser la Embajada. También nos ocurrió con el armand de Rabat, el muy querido Abdallah. Armand trabaja, ya desde hace más de quince años en la Embajada, pero seguimos acudiendo a él cuando tenemos algún problema irresoluble, como el de la matriculación de mi coche.

Durante dos días acompañé a Armand a Quezon City al LTO (Light Transportation Office), a distintas dependencias donde debían resolverse determinados trámites administrativos, incluida una especie de ITV. Yo ya había desistido de intentar encontrarle cualquier lógica a cualquiera de los distintos trámites; seguía a cada paso con fe ciega a Armand, limitándome a preguntarle cada vez: what's next? De todos estos interminables trámites los que más me han llamado la atención han sido los relativos a los stencils: en varias ocasiones un operario provisto de un lápiz y un papel de cebolla ha procedido a identificar alguna marca o número de bastidor, chasis, motor, etc. Por el procedimiento de frotar con el lápiz sobre el papel colocado encima de esa marca o número, esculpida en relieve en alguno de los mencionados componentes del coche.

Los lectores que ya hayan alcanzado cierta edad recordarán que cuando éramos niños poníamos un papel sobre una moneda de peseta o de duro, frotábamos con un lápiz y aparecía la cara de Franco. Pues aunque no lo supiéramos entonces, resultaba que estábamos haciéndonos un stencil. Se preguntará el lector: ¿y para qué hacer los stencils? Según me explicaron para comprobar que todas las piezas del coche vienen de fábrica y no hay componente que pertenezca a coche robado y desguazado previamente. Pero oiga, si mi coche ha venido directamente de Marruecos en una mudanza con franquicia diplomática. Da igual, hay que pasar por los stencils.