domingo, 25 de agosto de 2019

DIARIO DE UN EXPAT BALIKBAYAN (1)


Diario de un expat-balikbayan (1)

Me sentí profundamente desubicado al toparme, en vez de con los árboles del Ayala Triangle Garden, como esperaba, con unas gigantescas moles en construcción. ¿No había llegado acaso a Paseo de Roxas? ¿No acababa acaso de traspasar el edificio de Citibank, cuyos cajeros automáticos tanto frecuentaba en mi primera etapa manilense?  ¿Es que el paso del tiempo, seis años sin pisar Manila, habían descolocado las referencias topológicas en mi memoria? ¿Acaso me había quedado dormido, caminando -cosas más raras provoca el jetlag- y estaba atascado en una terrible pesadilla?                                                    
Casi como en "2001, una odisea en el espacio" vislumbré, “enanizado” por los monstruos, el coqueto edificio de la Ayala Heritage Library, la torre de control -parece un sarcasmo denominarla ahora así- de lo que fue el primer aeropuerto de Manila. Y con ese avistamiento, al menos supe que no me había perdido, y que pronto llegaría a Ayala Avenue; y en efecto, inmediatamente después pude comprobar que allí seguía  la pared chaflán del Shangri-la, y las líneas horizontales de hormigón setentero del Península, como si el tiempo se hubiera detenido en 2006.                                      
Al llegar a Greenbelt volví a sentirme perdido. Sí, allí seguía Café Havana, con la animación de siempre, pero todo lo demás era diferente. Las librerías de los malls -era de esperar- no son ya lo que fueron durante tantos años. La National Bookstore de Glorietta es ahora una papelería con algunos libros. Me animé a pensar que la hipertrofia de la papelería pudiera ser solo temporal, ya que estábamos en pleno comienzo de curso escolar, pero yo sabía ya que no. Comprobé con desolación que establecimientos como Page One en Greenbelt 3, o Tower Records y Old Asia en Glorietta, de tan grato recuerdo, habían desaparecido. Pero quizás lo que más desolación me ha causado es ver cómo la sección de filipiniana de las librerías - otrora nutrida, dinámica, fundamental, ha quedado como un vestigio arcaico de una época pasada.
Lo que no ha cambiado es la programación, a cualquier hora, de baladas románticas en las estaciones de radio, la sonrisa de los filipinos, su exquisita generosidad como anfitriones, y la enorme dificultad para abrir los envases de los productos "made in the RP". El tráfico es todavía peor que hace quince años, lo que parecía imposible; el parque automovilístico ha crecido mucho, lo que denota el desarrollo de una clase media consumista, pero también ha mejorado muchísimo en calidad. En Makati no se ven ya cacharros en ruina circulando, ni apenas jeepneys. Se ha producido una densificación galopante de la ciudad, con la lamentable desaparición de zonas verdes, ya de por sí muy exiguas siempre. Se han construido altísimas torres por doquier en muchos casos duplicando la altura de torres edificadas en los mismos solares hace solo unas décadas, demolidas sin consideración.
Esa arquitectura de Manila, de hormigón visto, tan masiva y característica de los sesenta y los setenta, capitaneada por Leandro Locsin tiene los días contados. Esperemos que edificios emblemáticos como el CCP o el Metropolitan Museum no sigan la suerte del Ayala Museum, cuya reimplantación supuso lo que con gran acierto sarcástico Jose Fons definió como la manifestación del complejo de Edipo más gigantesca jamás construida. Para alguien proveniente de un país en el que los skylines de las ciudades son tan horizontales, los bosques de torres en los que se han convertido las ciudades asiáticas le fascinan profundamente.                                          
Tuve cierta sensación inicial de claustrofobia en Salcedo. En el parque habían florecido los flame trees (caballeros); sus flores, de rojo intenso, se me antojaban luciérnagas en la gris atmósfera envolvente del paisaje urbano de Metro Manila. Bajo sus copas solía yo corretear, haciendo jogging, no pocas tardes, a la vuelta del trabajo. El parque me parecía lo más humano y estructurante de la megápolis.
Cuando llegué la primera vez a Manila  a dirigir el Instituto Cervantes, cuya sede se encontraba entonces en el edificio Mayflower, en el barrio de Vito Cruz, sabía que quería vivir en aquella zona de Makati, que todavía no sabía se llamaba Salcedo Village. El primer fin de semana tras mi llegada, me estaba quedando en el desaparecido Manila Midtown hotel, de Malate, colindante con Robinson's, agarré el coche y lo aparqué delante del entonces flamante -se ha conservado bastante bien- One Salcedo Place. Fui entrando en cada uno de los edificios de la zona, y preguntando si quedaba algún apartamento libre, para alquilar. Acabaría eligiendo el 16E de Two Lafayette Square en Tordesillas Street, donde pasé cinco años, tal vez hasta ahora, los mejores de mi vida.
Los edificios que ahora bordean el parque Jaime Vasquez, que es como se llama realmente, tienen ahora doble altura de la que tenían los que yo conocí, lo que provoca -al menos en mí- una extraña sensación de estar en el interior de un embudo. Y he oído que quieren tirar el Makati Sports Club, supongo que para construir más torres: a este paso la construcción va a macizar el espacio.                             
Volví a Two Lafayette Square,  y mi cerebro empezó a recuperar imágenes que creía olvidadas. Se me cayó el alma a los pies, al ver mellado uno de los dos peldaños que dan acceso a un edificio que algún día lució con señorial glamour. Estaba libre el 15E, el apartamento inmediatamente inferior al que yo habité. Subí con la broker a inspeccionarlo; la sensación fue muy rara: estaba todavía habitado y decorado, con poco gusto. Deseché de inmediato la posibilidad de volver a ese edificio. Quiero algo nuevo y diferente, me dije: un piso alto con vistas, colgado en el cielo de Makati.   
Me ha sorprendido, quizás por haber pasado no pocos años en el Magreb, lo disciplinados que son los filipinos, al menos en Makati. Me sorprende muy favorablemente poder cruzar por un paso de cebra, algo inimaginable en Argelia o en Marruecos. No deja de sorprenderme tampoco la cantidad de personas que hay por todas partes, su juventud, y su uniformidad.  La población de Filipinas se ha duplicado en los últimos treinta años. Cada mañana, desde las seis, ejércitos enteros se desplazan silenciosos por las aceras de Makati; disciplinadamente cruzan las arterias por pasos subterráneos provistos de escaleras mecánicas. Vallas metálicas separan calzadas de aceras, obligando a cruzar las calles de mayor tráfico solo en los cruces.
Algunas aceras están cubiertas por pérgolas que protegen del ardiente sol o de la torrencial lluvia: raro es el día en el que no imponen su tiranía el uno o la otra.
No deja de hacerme reflexionar el contraste que se me antoja existe entre esas multitudes que recorren las calles de Makati, compuesta por dependientes, cajeras, camareros, oficinistas de bajo rango, ataviados de forma anodina, sin color, y el marco en el que se mueven: rascacielos inteligentes de acero, cristal y mármol, hoteles de lujuriosos jardines y holliwoodienses lobbies, centros comerciales (malls), universos artificiales, siempre veinte grados más fríos, y 40% más secos que el exterior, con lujosas tiendas... Esas multitudes parecen figurantes en un mundo que ellos no han construido, y en el que no tienen ninguna capacidad de decisión, pero para cuya supervivencia, mantenimiento y crecimiento son imprescindibles. Los fines de semana desaparecen y Makati sin ellos se vacía, y deja de ser una ciudad asiática.    
                                   
Makati, junio-julio 2019