martes, 8 de noviembre de 2016

¡Fuego en el Museo del Prado!

Eugenio D’Ors en su clásico, ya mítico, ensayo “Tres horas en el Museo del Prado” nos decía sin dudarlo que si se declarase un incendio en el Museo del Prado y pudiera salvar solo uno de los cuadros que alberga, elegiría “El Tránsito de la Virgen” de Mantegna. Algún aguafiestas argumentó después que eso lo diría por su pequeño tamaño[1]; salvar las Meninas, por ejemplo, le hubiera supuesto como poco un lumbago.

Pues qué quieren que les diga. Estoy totalmente de acuerdo con D‘Ors; más que por influencia suya, que también, creo yo que por mi formación y condición –algo oxidada hoy- de arquitecto. Decir que el mejor cuadro del Prado es éste o aquél, (pongo estos acentos, aunque sé  que la RAE dice ahora que no se deben poner) es más que una temeridad, un absurdo. Es como decir que la mejor canción de los Beatles es ésta o aquélla: casi todas son la mejor canción. Pero puestos a elegir, si hay que elegir un cuadro, yo elegiría también el Tránsito. ¿Y porqué? Pues voy a intentar en las próximas líneas explicármelo-explicárselo.

1) Por su modernidad: sobre todo si lo comparamos con otros cuadros del mismo siglo; sin ir más lejos, en la misma sala del museo, justo al lado, está colgado "La Anunciación" de Fra Angelico, que como es sabido es un políptico, o si se prefiere un retablo, cuya escena principal es la que le da título. Debajo de la conocidísima escena, en la predela, representadas a tamaño muchísimo menor, hay otras escenas de la vida de la Virgen, una de las cuáles es precisamente el Tránsito. Podemos ver, comparando ambos cuadros, la gran evolución que ha experimentado la representación pictórica en sólo unas décadas.

La modernidad emana del clasicismo de la representación, alejada de los pintoresquismos de la Escuela flamenca o de Berruguete, y de barroquismos posteriores. Rasgo de modernidad lo constituye también la forma en la que el pintor pone en relación al espectador con el cuadro; le mete en el cuadro.  
Mantegna, como todo genio se adelanta varios siglos a su tiempo

2. Por la naturalidad y sutilezas de la perspectiva. Mantegna hace patente en este cuadro los avances científicos de la perspectiva florentina. El marco arquitectónico, tan importante, es esencial para ello. La composición es extraordinaria (según Eugenio D’Ors la mejor de la historia de la pintura). El esquema ortogonal, claro y sencillo, de líneas verticales (las figuras de los apóstoles, las pilastras, los candelabros, las velas), y líneas horizontales (el lecho donde yace la Virgen y su propia figura, el alfeizar del hueco, las nubes, el horizonte del paisaje) –una retícula virtual- otorgan todo el protagonismo a la perspectiva, explicitada por un nítido suelo de baldosas, por la figura del apóstol en escorzo que inciensa el cuerpo de la Virgen, y por el paisaje.

El suelo, el apóstol, el paisaje del lago donde una línea inclinada –el edificio a modo de dique- cobra un protagonismo extraordinario en la composición, todo ello ocupa la parte central del cuadro, de una forma despejada y limpia. Nótese que el cuerpo de la Virgen, el protagonista del tema, no es el protagonista de la composición, como ocurre en la predela de la Anunciación, sino una referencia, muy importante sí, para que pueda presentarse en toda su rotundidad la gran protagonista del cuadro que no es otra que la Perspectiva. La cara de la Virgen no ocupa una posición focal; está un poco escondida y escorada; el centro focal –a donde se nos va la vista en el primer golpe- lo constituye la cabeza de San Pedro, y el apóstol en escorzo, y si se me permite la irreverencia –otro rasgo de modernidad, la humanización de tan trascendente escena- el trasero de dicho apóstol.

Decíamos en el punto anterior que Mantegna mete al espectador en el cuadro. Como se ha señalado, uno de los trucos para conseguirlo es prolongar el suelo hacia delante, pero yo sobre todo diría que es dejando ese suelo, o mejor dicho ese espacio central, libre y neutro, para que lo ocupe… el espectador. Ese suelo ajedrezado bicromático, tan sencillo, máxime si lo comparamos con suelos de cuadros de la época y posteriores (Van Eyck, Berrugute, etc.) contribuye a nuestra percepción de modernidad sobre la obra, y dota a esa parte del espacio de todo un potencial abstracto: solo las líneas de las juntas horizontales y las perpendiculares en fuga. Esa efectividad se hubiera perdido de haber construido ese suelo con baldosas de intrincado dibujo, como hacen virtuosamente otros pintores del siglo. 

Fijémonos ahora en el punto de vista, que Mantegna sitúa un poco por encima de las cabezas de los apóstoles. Con ello da un mayor protagonismo a la vista del lago, más bien estanque, que se abre tras la escena del velatorio. Aunque Mantegna mete al espectador en el cuadro, no hace de éste el protagonista de la escena, como sí lo hará Velázquez en Las Meninas. El espectador en este caso bien pudiera ser el apóstol que falta: Santo Tomás, que llegará un poco tarde y apresuradamente desde la India. El espectador contempla la escena desde una elevación algo superior a la que ocupan las figuras protagonistas, como si estuviera en una estancia más elevada. De nuevo ello contribuye a humanizar (modernizar) la escena. Al elevar el punto de vista, cobra protagonismo, casi tanto como la escena de los apóstoles velando el cuerpo de María, la escena del paisaje, con un horizonte nítido y claro, la auténtica línea de horizonte de la composición. Creo que es eso fundamentalmente lo que busca Mantegna: dar protagonismo a la perspectiva, más que plantear otras consideraciones de carácter simbólico. 

Un estanque, con unas construcciones lineales, todo muy contenido, sin hablar más de lo que debiera. No es extraño que a algunas personas les haya parecido frío este cuadro. “No me dice nada” declara una espectadora norteamericana que tengo a mi lado. ¡Claro! No es una obra ni gótica –que sacralice la representación con fines evangelizadores- ni barroca, que exprese o quiera provocar emociones intensas. Su contemplación produce calma y sosiego: es eso, un tránsito, no una agonía. Sereno clasicismo.      

3. Por la sutil asimetría que determinados elementos introducen en una composición simétrica. La Virgen no está en el centro de la composición; el apóstol que está de espaldas, y el dique del estanque introducen con su oblicuidad dinamismo y naturalidad a la escena.

4. Por la sabia estratificación compositiva: los diferentes planos verticales, secciones de la pirámide visual propia de la perspectiva, marcados con rotundidad grácil por líneas horizontales: el plano del lecho o catafalco sobre el que reposa el cuerpo de la Virgen; el plano de la ventana; el plano del muro de contención del lago… el horizonte finalmente.   

5. Por su iluminación, que produce una sensación de naturalidad, pero que si se analiza resulta irreal. Es una luz inquietante. ¿Dónde está el punto de máxima luminosidad? ¡Debajo de la Virgen!

6. Por ser un cuadro arquitectónico que se anticipa a los cuadros de los grandes pintores de arquitectura venecianos, Tintoretto y Veronés. Comparando la arquitectura de este cuadro con la de otros cuadros de pintores contemporáneos a Mantegna, incluso algo posteriores, colgados en las mismas paredes de Prado, muy cerca del Tránsito, por ejemplo con el autorretrato de Durero, vemos que para éste la arquitectura es simplemente un marco (luces y sombras), mientras que Mantegna dibuja con sumo cuidado molduras y elementos decorativos de las pilastras. O si se compara con “La virgen de la Leche” de Pedro Berruguete, esta pintura maravillosa resulta arcaizante en su goticismo figurativo.   

7. Por su cromatismo. También en el color Mantegna se adelanta a su tiempo: no sólo por su luminosidad y viveza venecianas, sino también por su valor estructurante de la composición. Algunos años antes de pintar este cuadro Mantegna se había casado con Nicolossia, hermana de Giovanni Bellini. La interacción entre ambos pintores resultaría fundamental para sentar las bases de la escuela veneciana, que llegaría a su apogeo en el siglo XVI.

Coda: confío en que nunca se declarará un incendio en el Museo del Prado. Es prácticamente imposible con las actuales medidas de seguridad. Pero si se declarara y me pillara a mí aquí, y sólo pudiera salvar un cuadro, o dicho de otro modo: si pudiera robar un cuadro del Museo del Prado, solo uno –algo más improbable todavía que el incendio- me llevaría a casa el Tránsito de la Virgen de Andrea Mantegna. Eugenio D’Ors tenía razón.

Bibliografía citada:
D’ORS ROVIRA, Eugenio: “Tres horas en el Museo del Prado”. Itinerario estético, 1922




JGG
Museo del Prado, Madrid (primavera 2014),  Rabat (otoño) 2016.










[1] Como  es sabido el cuadro original se fragmentó en dos. Lo que vemos en el Prado es la parte inferior. La parte superior se conserva en la Pinacoteca de Ferrara y representa la acogida del alma de la Virgen por Jesucristo.  

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