VEINTITANTAS HORAS EN HUE, (junio 2004)
A mi izquierda discurre el río Huang, cuyo nombre,
traducido, viene a querer decir "de los Perfumes". A mi derecha se
van sucediendo las edificaciones, cada vez más escasas a medida que mi
bicicleta me aleja de Huế. Paro para hacerle foto a una monumental portada que
quizá dé acceso a algún templo, antigua residencia de mandarines, o vaya usted
a saber. Sigo mi recorrido, hasta que alguien al borde del camino me hace
parar, indicándome que debo "aparcar" la bicicleta en una zona en la
que se encuentran modestos puestos de souvenirs,
y de refrescos. Todo parece indicar que he llegado a la pagoda de Thien Ma,
cuya imagen vi por primera vez hace tres años, en la revista de Bangkok
Airlines, cuando viajaba desde la capital de Tailandia a Siem Reap, para
visitar el sublime complejo de Angkor Vat. La contemplación del escalonamiento
ascendente de sus cuerpos octogonales me remitía necesariamente a las formas
similares de las torres-campanario de las iglesias filipinas. En efecto, tras
andar unos pocos pasos, en una curva del camino que sigue la curva del río, en
un montículo, se alzó ante mí la ya familiar silueta, recortada contra un cielo
calimoso, azul lechoso. Entre grupos, no muchos, de turistas locales, unas
chicas occidentales, probablemente norteamericanas, cuyas formas potentes y
curvadas anatomías despiertan en mí ya más interés por su exotismo que por su
propio atractivo sexual, acostumbrado a la levedad suave de la mujer
oriental.
Me llaman la atención unas
barandillas con forma esvástica, común en las iconografías de culturas
milenarias, antes de ser adoptada como símbolo por los nazis. Tras la pagoda se
alza un pequeño templo en cuyo interior un monje hace su ofrenda ante una gran
imagen de Buda, entonando características plegarias. El río discurre hermoso a su
paso por Thien Ma. Abundan los árboles de fuego, esos que en Filipinas llaman
caballeros, incendiando con sus flores rojas el verde paisaje subtropical.
Alguna barca, a motor, surca el ancho Río de los Perfumes de cuando en cuando,
mientras otras fondean al pie de la pagoda a la espera de capturar a algún
turista para hacer el día. Se respira placidez, lejos de los enjambres de
motocicletas que recorren las calles de Huế.
La pagoda no es ya el
símbolo de Huế, sino tal vez el icono monumental de Viet Nam. Es difícil
competir con el poder icónico-simbólico de una torre: París es la torre Eiffel
y no Nôtre Dame; Sevilla la Giralda, y también la torre del Oro. Barcelona las
torres de la Sagrada Familia; La Coruña, la torre de Hércules; Nueva York la
estatua de la Libertad, que es una torre con forma de mujer.
Tras hacer un buen número
de fotos me dispongo a recuperar mi bicicleta, previo pago de veinte mil dongs, que al cambio son unas veinte
pesetas. Al depositar la bici me habían dado un cartón con un número, el mismo
que el muchacho que me atendía había escrito con tiza sobre el sillín. Viet Nam
empieza a ser un país turístico, y aunque sin llegar a los extremos de otras
latitudes donde enjambres de vendedores ocasionales acosan al turista con la
venta de baratijas, camisetas o bebidas -el caso más lacerante que he padecido
es el de Borobudur, en Java- va por ese camino. Los barqueros apostados al pie
de la pagoda querían a toda costa llevarme a dar una vuelta por el río. Aunque
siempre es agradable el paseo en barca por un caudaloso río, no era ése mi
siguiente objetivo, sino la visita a la tumba del "emperador" Tu-Duc.
Al otro lado del río, desperdigados por el campo,
hay una serie de complejos funerarios de mucho interés, como Tu-Duc Tomb.
Empecé a dudar entre volver a Huế por donde había venido -idea inicial- y
visitar la ciudadela, o cruzar el río, y seguir mi expedición sobre ruedas en
busca de las tumbas de los emperadores. Me decanté por esto último, y acabé por
aceptar los servicios de una mujeruca, cubierta con el omnipresente gorro
cónico de agricultor vietnamita -que forma parte indisoluble del paisaje de
este país- quien me ofrecía cruzarme a la otra orilla del río por una módica
cantidad. Tras bajar al embarcadero, subimos mi bicicleta a la barca
motorizada, donde aguardaban dos niños pequeños y otra mujer. Saqué más fotos a
la pagoda, en máximo contrapicado. Tras cruzar el río, mi sorpresa es que la
travesía no termina en embarcadero alguno sino en la orilla pura y dura, con su
escarpe y su maleza. Protesto y gesticulo: ¿cómo voy a desembarcar con mi
bicicleta, en semejante paraje? La mujeruca saca la bicicleta de la
embarcación, y la aposta en la orilla. Me hace indicaciones de que cerca
encontraré el camino que me permitirá reanudar mi marcha sobre ruedas.
Refunfuñando subo la agreste pendiente desde la orilla, tirando de la bicicleta
por su manillar. En efecto, pronto encuentro el camino.
Mi equipaje se reduce a un
bulto, que no es otro que una cartera de cuero para guardar el ordenador, que
me había regalado Beatriz en mi último viaje a Madrid, mucho más útil para
viaje que la original funda, por disponer de varios compartimentos. El
ordenador lo había dejado en el hotel de Hanoi, dentro de la maleta. Para día y
medio en Huế, no es necesario mayor equipaje. Además de la muda y objetos de
aseo, llevo el móvil, la cámara digital, mis medicamentos, las llaves, el
estuche con las gafas... En el camino hasta la pagoda, he colocado la cartera
de cuero en el portaobjetos metálico que
tiene la bici detrás el manillar, sobre la rueda delantera. Aunque mi equipaje
no pesa mucho, a veces su descompensado reparto me obliga a hacer esfuerzos
suplementarios para controlar el manillar. Por ello decido hacer uso de la
posibilidad que ofrece la cartera de llevarla en la espalda a modo de mochila.
De esa forma la conducción de la bici es más cómoda y equilibrada. Celebro no
haber cortado las correas que permiten la posición mochila, y que tan poco
útiles me habían parecido al principio, para una cartera de sus
características.
Compruebo que de no mucho
me sirve el mapa que llevo, para orientarme en una maraña de caminos rurales.
La referencia del río me permite tener una idea aproximada de hacia donde me
debo encaminar. Hay casas dispersas a los lados del camino; pregunto por el
rumbo que debo tomar a algún que otro caminante que voy encontrando. Es difícil
para un occidental hacerse entender en un país como Viet Nam, en cuyo idioma la
modulación tonal es esencial. Por ello, para las preguntas me ayudo del mapa,
haciendo leer al interpelado mi destino. Sé que más o menos voy en la dirección
correcta, aunque sin certidumbre de ello. Voy en paralelo al río; en algún
momento deberé torcer en perpendicular. Llego a la intersección con un ancho
camino, en el que se encuentra el acceso a una fábrica, cuyas chimeneas se
pueden ver a cierta distancia. Me paro y pregunto a dos hombres que forman el
retén que controla dicho acceso. Parece que me han entendido; me hacen
indicaciones inequívocas de que el camino que lleva a Tu-Duc Tomb comienza más
allá. Sigo por tanto por el camino paralelo al río. Oigo un ruido sordo por
detrás: será que he cogido alguna piedra, o tal vez el ruido venga de alguna de
las casas que flanquean, ahora con mayor intensidad, el camino. Llego a la
siguiente intersección: el camino que allí nace, debe ser el que me lleve a
Tu-Duc Tomb, según las indicaciones de los guardianes de la fábrica. Me paro
para cerciorarme de ello, y preguntó a una de las personas que están ahí, al
borde del camino, sentada viendo pasar la vida. Al descargar la mochila de mi
espalda, para coger el mapa, ¡plaff!: las llaves caen al suelo. ¡Horror! En
alguno de los mete y saca del plano en la cartera no he cerrado del todo la
doble cremallera de uno de los compartimentos. Aquel ruido sordo que sentí sólo
hace un rato se pudo deber a la caída de alguno de mis objetos. Hago una
apresurada revisión de la "mochila", y no echo nada en falta: está la
cámara, ¡menos mal!, la bolsita con las tarjetas de memoria suplementaria, el
pastillero de plata, el estuche de las gafas de sol que contiene las gafas
normales, ya que las de sol las llevo puestas; parece que está todo, pero no
obstante procedo a desandar lo andado, hasta la fábrica, escrutinando con
cuidado el suelo desde la bicicleta: no encuentro nada. En un momento dado se
me acerca un individuo, montado también en bicicleta, que recorre algunos
metros conmigo, hablándome en vietnamita: no sé qué es lo que puede querer
decirme, o pretender.
Vuelvo a andar lo desandado, y al llegar a la
intersección donde se me cayeron las llaves, pregunto por el camino hacia
Tu-Duc Tomb, que es en efecto el que allí comienza. Tu-Duc Tomb no está lo
cerca que según el mapa -sin escala- parecía estar. A los lados del nuevo
camino se ven tumbas aquí y allá. Parece que en Viet Nam los enterramientos se
producen casi en cualquier lugar, no concentrándose en estructuras acotadas
como cementerios. En cualquier caso, mi destino es un mausoleo real, por lo que
el encontrar tumbas en el camino no es mala señal. Por fin llego a una carretera,
que viene de Huế, y que conduce con toda seguridad a Tu-Duc Tomb.
Tu-Duc Tomb es ya un lugar
turístico; en sus proximidades hay numerosos puestos en los que se venden
refrescos y souvenirs; cómo ocurrió al
llegar a la pagoda, alguien sale a mi paso, haciéndome señas para que aparque
la bicicleta, en el terreno perteneciente a una especie de garito-merendero.
La tumba del emperador
Tu-Duc es en realidad un basto complejo monumental con diversas edificaciones
que se disponen en un acotado parque con frondosas arboledas y un romántico
estanque inundado de nenúfares. Tu-Duc fue un emperador, el tercero de la
dinastía Nguyen, que reinó en Viet Nam durante buena parte de la segunda mitad
del siglo XIX. Aunque albergue su mausoleo, y por eso se conoce como la tumba
de Tu-Duc, el complejo era en realidad una residencia de recreo del emperador,
que tardó en construirse tres años. Entre sus magníficas construcciones
especial encanto tienen dos pabellones de madera situados junto al estanque, o
mejor dicho en el propio estanque, pues se levantan sobre pilotes a modo de
palafitos, que hacen las veces de embarcaderos.
En el mayor de ellos, en cuya cubierta hay
instalada una enorme gárgola cerámica, con forma de pez, entablé conversación
con una chica vietnamita que "me recibió" con una cálida sonrisa.
Aunque no sea raro, tampoco es tan frecuente encontrar a vietnamitas que hablen
inglés. Aunque cada vez vamos más turistas a Viet Nam, todavía despertamos
curiosidad, y es bastante frecuente que jóvenes y no tan jóvenes quieran
entablar conversación, y hasta lleguen a pedirte amablemente que te hagas una
foto con ellos. La chica en cuestión era de Huế y había ido a enseñarle Tu-Duc
Tomb a dos amigas suyas de otro lugar vietnamita que habían ido a Huế,
probablemente con motivo de su "Festival", gran celebración cultural
anual, organizada por las autoridades vietnamitas, con la colaboración de
algunas embajadas, sobre todo la francesa, y que se celebraba justo durante
aquella semana. Quizá lo más destacable de Tu-Duc Tomb sea la armonía de todo
el conjunto, el equilibrio entre los pabellones edificados y los elementos
naturales que los rodean.
Hace calor y tengo sed.
Antes de entrar en el complejo me había tomado ya un refresco en uno de los
garitos de la entrada. Al salir de Tu-Duc Tomb, voy a recoger mi bicicleta del
merendero-párking donde la había dejado, y aprovecho la doble función del
establecimiento para beberme el agua de un inmenso coco que la amable señora
que custodia la bicicleta me despacha. Tras refrescarme, inicio el camino de
regreso a Huế. El otro complejo funerario que quiero visitar está bastante
alejado y ya va siendo tarde; además estoy bastante cansado, tras las
peripecias y el ejercicio en la bicicleta. A los cinco minutos de pedaleo, me
adelantan unas muchachas en motocicleta que me saludan con efusión: es "mi
amiga", que regresa a Huế, con sus dos visitantes. A medida que me voy
acercando a Huế, aumenta no sólo el número de edificaciones, sino también el de
motocicletas, que se mueven como hormigas, en movimiento continuo y por todas
direcciones: parece milagroso que no haya choques continuos, pues nadie frena;
todos driblan.
Por fin llegó a la calle principal de Huế, la que
discurre paralelamente al río, en la que se ubican las edificaciones
institucionales, testimonio de un pasado colonial, periclitado no hace tanto
tiempo. Me detengo junto a un monumento que se levanta junto al río en un
mirador que lo domina; está dedicado a la memoria de héroes pertenecientes a un
movimiento revolucionario de comienzos del siglo XX. Termino mi jornada
ciclista en la calle trasera del hotel, devolviendo la bicicleta. Con el señor
que me la alquiló, en la mañana, se encuentra una jovencita, que deduzco es su
hija, la cual me habla en un correcto francés, que según me dice aprendió allí
mismo en Huế, en la escuela.
Tras pagar el alquiler de la bicicleta, me
encamino a mi hotel, el Morin Saigón, en el que
tenía la reserva hecha por la agencia de viajes de Hanoi, con la que
Manuel, el aulero, había contactado para
organizar mi excursión a Huế. Cuando llega uno a un hotel, siempre tiene sus
dudas, sobre la comodidad de la habitación, su higiene, etc. Por la mañana, al
registrarme, había podido comprobar que se trataba de un hotel antiguo, aunque
en buen estado. Lo único que había visto era el vestíbulo, de aire colonial,
sin aire acondicionado, lo que en principio me hizo pensar que no era "de
lujo", suscitando mis dudas sobre la comodidad de la habitación.
El Morin-Saigon ocupa una manzana completa: la
fachada principal se abre al río, a través de la calle principal de Huế, que
corre paralela al mismo. El ruido que hace el enjambre de motocicletas que
continuamente la surca, horriblemente molesto. Había pedido una habitación que
diera al río, para gozar de su vista. Me di cuenta de que ello quizá me iba a
impedir pegar ojo, si el tráfico de motocicletas se prolongaba de madrugada, lo
que no sería de extrañar, pues era sábado, y estábamos en pleno festival. Al
subir, por fin, a la habitación, me llevo una sorpresa muy agradable: pues es
muy espaciosa, está magníficamente amueblada, y el baño es nuevo. El hotel, que
data de 1901, ha sido recientemente restaurado, conservando íntegro su rancio
sabor colonial; no es que sea, o deje de ser de lujo -que sí que lo es- es que
probablemente sea uno de los hoteles con más encanto del sudeste asiático.
Pero como nada es perfecto, compruebo que la
carpintería no aísla del infernal ruido que producen las motocicletas, y que el
río no se ve, pues los árboles lo tapan. Sí puedo ver el puente por el que en
la mañana había cruzado el río, que presentaba una curiosa imagen nocturna: los
distintos tramos -formados por arcos metálicos, de los que cuelga el tablero-
estaban iluminados con luces que iban cambiando de color. También divisaba
desde mi balcón, en la otra orilla, una noria, y se hacía muy patente el
bullicio de una ciudad en fiestas, con música a todo volumen. Tras tomar
posesión de mi aposento, ducharme y hacer el inevitable recorrido por los
canales de la cable TV, me lancé a la
calle, aceptando la invitación que la noche, de agradable aunque algo calurosa
temperatura, me ofrecía.
Quizás lo suyo hubiera sido tomar alguno de
los barquitos para turistas que hacen recorridos nocturnos por el río de los
Perfumes, pero yo me puse a andar por un paseo peatonal que discurre justo por
la ribera, por delante de la calle del Morin-Saigon. Entre ambas calles se
disponen hoteles de aire francés que alojan en la actualidad instalaciones de
instituciones públicas, algunos hermosamente iluminados; también abundan los
restaurantes, muy concurridos. Por todas partes letreros y pancartas que hacen
referencia al Festival de Huế, 2004. Y en el propio paseo una exposición de
pintura infantil, y diversas "instalaciones vanguardistas", la más
llamativa quizás, una constituida por escobas. No tengo hambre como para cenar:
cuando uno se da un tute como el que llevaba yo, y tras haber bebido miles de
litros de líquido, no se tiene hambre. Quizás picar alguna cosa, algo rápido,
pero no una cena formal. Comer solo es tristísimo. En la silla vacía, frente a
ti, se sienta la soledad a observarte. Lo malo de no comer en estos viajes, es
que así pierdes la oportunidad de conocer las particularidades de la cocina
local.
Quizás anduve durante
media hora, hasta llegar al final de la ribera peatonal, donde se tiende el
otro puente que une las dos orillas de Huế; allí me di la media vuelta, para
volver por donde había venido. Al llegar a cierto punto se me acerca un niñito
de unos seis años que jugaba con otro a la pelota; a la ida a punto estuve de
darle yo una patada a esa misma pelota que venía mansamente hacia mí, pero se
me adelantó una turista que chutó devolviéndola hacia donde estaban los niños,
golfillos de la calle; no reparé en la ida que entre patada y patada a la
pelota los críos mendigaban; pero a la vuelta uno de ellos me extendió la mano,
persiguiéndome un rato con la mano extendida.
Seguí mi camino dispuesto, como cotidianamente en
Manila, a no alentar con mi óbolo una mendicidad infantil propiciada por
desaprensivos padres que utilizan a las desafortunadas criaturas. A uno siempre
le entran remordimientos cuando se ve involucrado en una escena de éstas, y
aunque a fuerza de vivirlas en Manila -y de salir de ellas a la voz de walang pera (no hay dinero) con lo que
el precoz mendicante comprueba que no eres un turista de paso- el corazón se va
endureciendo, uno siempre se queda con la sensación de que algo más habría qué
hacer. Tras andar algunos pasos, sentadito en la acera veo a un pequeño
harapiento menor del año -todavía no andaba- que era "cuidado" por
los dos "futbolistas". Aunque no iba a resolver el problema de los
golfillos de Huế aquella noche, sí que podía hacer algo más que seguir andando
de vuelta a mi hotel: retrocedí hasta un puesto de bebidas por el que acababa
de pasar y compré unos zumos de frutas que entregué a los chavalines. Fue
enternecedor ver cómo el más travieso y descarado de los dos fue inmediatamente
a darle de beber el zumo al chiquitín. Éste bebía con fruición, mientras el que
poco antes gamberreaba descarado se convertía en cuidadosa nodriza, encorvada
su frágil anatomía sosteniendo el tetrabrick
y la pajita para que su ¿hermanillo? pudiera beber. Era enternecedor: me dieron
ganas de sacar una foto, pero inmediatamente pensé qué era sacar una utilidad
de la desgracia ajena, y me contuve (mal reportero hubiera hecho yo).
Los paseantes se paraban a mirar curiosos: hasta
se formó un grupito. Una niña sonriente y cuchicheante sacó una cámara para
hacerles una foto, lo que me apresuré a evitar: "esto no es un
espectáculo, ni es divertido; es muy triste", dije, así que nada de fotos.
Los viandantes siguieron su camino, pero dos niñas de unos catorce años se
quedaron allí, y una de ellas cogió al pequeño en brazos. Le dije si era de Huế
o turista, como la mayoría de los viandantes. Me contestó que sí, era de allí,
y veía con frecuencia a los niños: ella también les había comprado comida
alguna vez. Hablamos un ratito: la conversación, pronto se agotó, y yo seguí mi
camino hasta llegar al hotel, con el temor de que el ruido de las motocicletas
no me dejara pegar ojo en toda la noche. Estaba cansado.
Tras darme una ducha, me metí en la cama,
recorriendo los distintos canales internacionales de televisión, más que nada
para que el ruido de la tele enmascarara al más desagradable de las
motocicletas. Me puse a pensar en lo que iba a hacer al día siguiente: visitar
la ciudadela, y el otro gran mausoleo, más alejado de Huế, calculando la hora a
la qué debería levantarme, para poder hacer con holgura el programa deseado.
"Llamaré a recepción para que me despierten a la hora oportuna",
pensé, "y pondré también el despertador del móvil, por si acaso".
"El móvil ¡El móvil! ¡Maldita sea!¡El móvil! Ha sido el móvil, claro lo
que se me cayó en el camino de Tu-Duc Tomb. ¡Maldita sea!" Profundamente
cabreado por la pérdida del móvil, apenas reparé, al apagar la televisión, en
que el ruido de las motocicletas en la calle había cesado.