Eugenio D’Ors en su clásico, ya mítico, ensayo “Tres
horas en el Museo del Prado” nos decía sin dudarlo que si se declarase un
incendio en el Museo del Prado y pudiera salvar solo uno de los cuadros que
alberga, elegiría “El Tránsito de la Virgen” de Mantegna. Algún aguafiestas
argumentó después que eso lo diría por su pequeño tamaño[1]; salvar
las Meninas, por ejemplo, le hubiera supuesto como poco un lumbago.
Pues qué quieren que les diga. Estoy totalmente de acuerdo
con D‘Ors; más que por influencia suya, que también, creo yo que por mi
formación y condición –algo oxidada hoy- de arquitecto. Decir que el mejor
cuadro del Prado es éste o aquél, (pongo estos acentos, aunque sé que la RAE dice ahora que no se deben poner)
es más que una temeridad, un absurdo. Es como decir que la mejor canción de los
Beatles es ésta o aquélla: casi todas son la mejor canción. Pero puestos a
elegir, si hay que elegir un cuadro, yo elegiría también el Tránsito. ¿Y
porqué? Pues voy a intentar en las próximas líneas explicármelo-explicárselo.
1) Por
su modernidad: sobre todo si lo
comparamos con otros cuadros del mismo siglo; sin ir más lejos, en la misma
sala del museo, justo al lado, está colgado "La Anunciación" de Fra
Angelico, que como es sabido es un políptico, o si se prefiere un retablo, cuya
escena principal es la que le da título. Debajo de la conocidísima escena, en
la predela, representadas a tamaño muchísimo menor, hay otras escenas de la
vida de la Virgen, una de las cuáles es precisamente el Tránsito. Podemos ver,
comparando ambos cuadros, la gran evolución que ha experimentado la
representación pictórica en sólo unas décadas.
La modernidad emana del clasicismo de la representación,
alejada de los pintoresquismos de la Escuela flamenca o de Berruguete, y de
barroquismos posteriores. Rasgo de modernidad lo constituye también la forma en
la que el pintor pone en relación al espectador con el cuadro; le mete en el
cuadro.
Mantegna, como todo genio se adelanta varios siglos a su
tiempo
2. Por la naturalidad y sutilezas de la perspectiva. Mantegna hace patente en
este cuadro los avances científicos de la perspectiva florentina. El marco
arquitectónico, tan importante, es esencial para ello. La composición es
extraordinaria (según Eugenio D’Ors la mejor de la historia de la pintura). El
esquema ortogonal, claro y sencillo, de líneas verticales (las figuras de los
apóstoles, las pilastras, los candelabros, las velas), y líneas horizontales
(el lecho donde yace la Virgen y su propia figura, el alfeizar del hueco, las
nubes, el horizonte del paisaje) –una retícula virtual- otorgan todo el
protagonismo a la perspectiva, explicitada por un nítido suelo de baldosas, por
la figura del apóstol en escorzo que inciensa el cuerpo de la Virgen, y por el
paisaje.
El suelo, el apóstol, el paisaje del lago donde una línea inclinada –el
edificio a modo de dique- cobra un protagonismo extraordinario en la
composición, todo ello ocupa la parte central del cuadro, de una forma
despejada y limpia. Nótese que el cuerpo de la Virgen, el protagonista del tema,
no es el protagonista de la composición, como ocurre en la predela de la
Anunciación, sino una referencia, muy importante sí, para que pueda presentarse
en toda su rotundidad la gran protagonista del cuadro que no es otra que la
Perspectiva. La cara de la Virgen no ocupa una posición focal; está un poco
escondida y escorada; el centro focal –a donde se nos va la vista en el primer
golpe- lo constituye la cabeza de San Pedro, y el apóstol en escorzo, y si se
me permite la irreverencia –otro rasgo de modernidad, la humanización de tan
trascendente escena- el trasero de dicho apóstol.
Decíamos en el punto anterior que Mantegna mete al espectador en el cuadro.
Como se ha señalado, uno de los trucos para conseguirlo es prolongar el suelo
hacia delante, pero yo sobre todo diría que es dejando ese suelo, o mejor dicho
ese espacio central, libre y neutro, para que lo ocupe… el espectador. Ese
suelo ajedrezado bicromático, tan sencillo, máxime si lo comparamos con suelos de
cuadros de la época y posteriores (Van Eyck, Berrugute, etc.) contribuye a
nuestra percepción de modernidad sobre la obra, y dota a esa parte del espacio
de todo un potencial abstracto: solo las líneas de las juntas horizontales y
las perpendiculares en fuga. Esa efectividad se hubiera perdido de haber
construido ese suelo con baldosas de intrincado dibujo, como hacen
virtuosamente otros pintores del siglo.
Fijémonos ahora en el punto de vista, que Mantegna sitúa un poco por encima
de las cabezas de los apóstoles. Con ello da un mayor protagonismo a la vista
del lago, más bien estanque, que se abre tras la escena del velatorio. Aunque
Mantegna mete al espectador en el cuadro, no hace de éste el protagonista de la
escena, como sí lo hará Velázquez en Las Meninas. El espectador en este caso
bien pudiera ser el apóstol que falta: Santo Tomás, que llegará un poco tarde y
apresuradamente desde la India. El espectador contempla la escena desde una
elevación algo superior a la que ocupan las figuras protagonistas, como si
estuviera en una estancia más elevada. De nuevo ello contribuye a humanizar
(modernizar) la escena. Al elevar el punto de vista, cobra protagonismo, casi
tanto como la escena de los apóstoles velando el cuerpo de María, la escena del
paisaje, con un horizonte nítido y claro, la auténtica línea de horizonte de la
composición. Creo que es eso fundamentalmente lo que busca Mantegna: dar
protagonismo a la perspectiva, más que plantear otras consideraciones de
carácter simbólico.
Un estanque, con unas construcciones lineales, todo muy
contenido, sin hablar más de lo que debiera. No es extraño que a algunas
personas les haya parecido frío este cuadro. “No me dice nada” declara una
espectadora norteamericana que tengo a mi lado. ¡Claro! No es una obra ni
gótica –que sacralice la representación con fines evangelizadores- ni barroca,
que exprese o quiera provocar emociones intensas. Su contemplación produce
calma y sosiego: es eso, un tránsito, no una agonía. Sereno clasicismo.
3. Por la sutil asimetría que
determinados elementos introducen en una composición simétrica. La Virgen no
está en el centro de la composición; el apóstol que está de espaldas, y el
dique del estanque introducen con su oblicuidad dinamismo y naturalidad a la
escena.
4. Por la sabia estratificación
compositiva: los diferentes planos verticales, secciones de la pirámide visual
propia de la perspectiva, marcados con rotundidad grácil por líneas
horizontales: el plano del lecho o catafalco sobre el que reposa el cuerpo de
la Virgen; el plano de la ventana; el plano del muro de contención del lago… el
horizonte finalmente.
5. Por su iluminación, que produce una
sensación de naturalidad, pero que si se analiza resulta irreal. Es una luz
inquietante. ¿Dónde está el punto de máxima luminosidad? ¡Debajo de la Virgen!
6. Por ser un cuadro arquitectónico que
se anticipa a los cuadros de los grandes pintores de arquitectura venecianos,
Tintoretto y Veronés. Comparando la arquitectura de este cuadro con la de otros
cuadros de pintores contemporáneos a Mantegna, incluso algo posteriores, colgados
en las mismas paredes de Prado, muy cerca del Tránsito, por ejemplo con el
autorretrato de Durero, vemos que para éste la arquitectura es simplemente un
marco (luces y sombras), mientras que Mantegna dibuja con sumo cuidado molduras
y elementos decorativos de las pilastras. O si se compara con “La virgen de la
Leche” de Pedro Berruguete, esta pintura maravillosa resulta arcaizante en su
goticismo figurativo.
7. Por su cromatismo. También en el color
Mantegna se adelanta a su tiempo: no sólo por su luminosidad y viveza
venecianas, sino también por su valor estructurante de la composición. Algunos
años antes de pintar este cuadro Mantegna se había casado con Nicolossia,
hermana de Giovanni Bellini. La interacción entre ambos pintores resultaría
fundamental para sentar las bases de la escuela veneciana, que llegaría a su
apogeo en el siglo XVI.
Coda: confío en que nunca se declarará un incendio en el Museo del Prado. Es
prácticamente imposible con las actuales medidas de seguridad. Pero si se
declarara y me pillara a mí aquí, y sólo pudiera salvar un cuadro, o dicho de
otro modo: si pudiera robar un cuadro del Museo del Prado, solo uno –algo más
improbable todavía que el incendio- me llevaría a casa el Tránsito de la Virgen
de Andrea Mantegna. Eugenio D’Ors tenía razón.
Bibliografía citada:
D’ORS ROVIRA, Eugenio: “Tres horas en el Museo del
Prado”. Itinerario estético, 1922
JGG
Museo del Prado, Madrid (primavera 2014), Rabat (otoño) 2016.
[1] Como es sabido el cuadro original se fragmentó en
dos. Lo que vemos en el Prado es la parte inferior. La parte superior se
conserva en la Pinacoteca de Ferrara y representa la acogida del alma de la
Virgen por Jesucristo.