De
Antonio Banderas a Dante Silverio
Diario
de un expat balikbayan (2)
El paso del tiempo es
inexorable, y su efecto es devastador en los cuerpos de los seres vivos. Esta
afirmación tiene categoría de axioma. Sin embargo los filipinos desafían casi
universalmente su cumplimiento. Al referirnos a su edad, es tan difícil determinar
cuántos años tienen, que lo mejor es utilizar aquel término creado por Lina
Morgan, de "taytantos". Y es que entre los treinta y tantos, muchas
veces los veintitantos, y pongamos los sesenta y tantos, los cuerpos de los
filipinos, en general, no cambian.
Uno de los casos más
asombrosos que recuerdo, de mi primera etapa como vecino de Manila, es el de
Gemma Cruz Araneta. Mujer de gran belleza, fue elegida Miss Internacional allá
por 1964. De rotunda anatomía, su cuerpo espectacular, no se corresponde con el
de la filipina media, de natural muy grácil, y muy menudo. Gemma no solo fue
una reina de la belleza -por cierto que a los filipinos les encantan los
concursos de belleza, que organizan por doquier- sino que es una gran defensora
del patrimonio cultural filipino y de su proyección; autora de varios libros,
conductora de programas de radio, filántropa, ocupó distintos cargos en la Administración relacionados
con cultura, llegando incluso a ser ministra.
Cuando conocí a Gemma, ella ya frisaba las seis décadas de edad, pero su belleza permanecía intacta, sin una sola
arruga en el rostro, con el cutis inmaculado de una veinteañera. Su
popularidad también seguía intacta. Con algunos expertos en temas patrimoniales,
de distintos países, que habían venido a Manila a participar en un congreso,
organizamos una excursión por pueblos costeros de la laguna de Bay: Metro
Manila, o la Gran Manila, se extiende entre la laguna de Bay al Este, y la
bahía de Manila al oeste. En esas riberas de la Laguna se conservan hermosas iglesias de la época
española. (Morong, Pakil, Paete...). En cada pueblo, cuando al llegar a las
inmediaciones de la iglesia nos bajábamos del autobús, una pequeña muchedumbre
venía hacia nosotros con el único afán de hacerse una foto con ella.
Dicen que la humedad constante
del clima filipino hidrata las pieles. Será esta una razón, sin duda. Sin duda
que también lo será la genética de la raza, pero yo me aventuraría a encontrar
otra razón, sicológica, en la resiliencia del carácter filipino, fraguada a lo
largo de siglos de aceptación de la vulnerabilidad de su realidad natural,
afectada continuamente por tifones, volcanes y terremotos.
Yo pasé en mi familia de ser el
"canarito", a ser el “filipino”. En Canarias se desarrolló mi primera
etapa fuera del domicilio paterno madrileño, en unos años en los que era
bastante inusual que un profesional universitario no se quedara al acabar la
carrera en Madrid o en su entorno. En general emigramos a sitios donde nos
encontramos bien y donde encajan algunos rasgos de nuestro carácter; o bien
puede que sea a posteriori, que para animarnos en nuestro proceso de
integración en la nueva realidad, encontramos esas concordancias.
El caso es que mi carácter de natural tranquilo, encajaba a la perfección, según mi familia, con la tranquilidad isleña, a veces estigmatizada con el término "aplatanado". Años después de la aventura canaria, dejé por segunda vez en mi vida de ser vecino de Madrid, para serlo de Manila, o mejor habría que decir de Makati. Y me sentí fenomenal en aquellos años de mi primera etapa como residente en Filipinas. Y si me sentí tan bien, debió de ser también porque rasgos de mi carácter encajaban con la idiosincrasia filipina. Y yo diría que también me integraba en el paisaje por la resistencia de mi organismo a reflejar deterioro por el paso del tiempo. De joven parecía mucho menor de la edad que realmente tenía. En la Escuela de Arquitectura me llamaban "el niño". Cierto que llegábamos en aquella época a la universidad a una edad insultante: yo tenía solo dieciséis, pero aun así, hasta que acabé la carrera, incluso con barba, parecía un pipiolo.
El caso es que mi carácter de natural tranquilo, encajaba a la perfección, según mi familia, con la tranquilidad isleña, a veces estigmatizada con el término "aplatanado". Años después de la aventura canaria, dejé por segunda vez en mi vida de ser vecino de Madrid, para serlo de Manila, o mejor habría que decir de Makati. Y me sentí fenomenal en aquellos años de mi primera etapa como residente en Filipinas. Y si me sentí tan bien, debió de ser también porque rasgos de mi carácter encajaban con la idiosincrasia filipina. Y yo diría que también me integraba en el paisaje por la resistencia de mi organismo a reflejar deterioro por el paso del tiempo. De joven parecía mucho menor de la edad que realmente tenía. En la Escuela de Arquitectura me llamaban "el niño". Cierto que llegábamos en aquella época a la universidad a una edad insultante: yo tenía solo dieciséis, pero aun así, hasta que acabé la carrera, incluso con barba, parecía un pipiolo.
Como decía, aquellos años en
Manila fueron estupendos. El último de ellos, corría 2006, me llevaron a un
programa de la tele, de variedades y entrevistas: aquel día iba de la herencia
española en Filipinas o algo por el estilo. Compartí plató con la bellísima actriz
Lucy Torres. Yo hablaba con mi característico inglés de raíz hispana, sobre
las actividades del Instituto. El presentador, quizás por falta de otra
referencia en su imaginario, me comparó -para mi profunda extrañeza- con
Antonio Banderas, entonces en el apogeo de su carrera hollywoodiense. El caso
es que aquella comparación, el que el programa fuera muy popular, y el que
saliera junto a la hermosa actriz mestiza, hoy diputada, me granjeó mucha popularidad, sobre todo
entre las féminas. La verdad es que Antonio Banderas no es más alto que yo, y
que nuestra forma de hablar inglés se parecía mucho.
La vida es muchas veces cruel
y cuando yo disfrutaba al máximo de mi condición de residente en Filipinas, mi
misión se acabó, y fui trasplantado de la noche a la mañana a un puesto
administrativo en un oscuro despacho de un palacete decimonónico del Ensanche
madrileño. Se conoce que debí hacer bien mi trabajo en Manila, pues como dijo Miguel Albero, refiriéndose a nuestra institución, de la que un día formó parte: "ninguna buena acción en
ella queda impune".
Han pasado algunos años, no
tantos, desde aquellos "Glory days" que diría Springsteen. El destino ha querido que vuelva
a Manila, o mejor habría que decir a Makati. Nos pongamos como nos pongamos el
paso del tiempo es inexorable. En estos trece últimos años en los que no he
sido residente en Filipinas soy consciente de que se me ha ido quitando -como
diría mi madre- el apresto: algo de natural lógico, aunque algunas gentes
todavía, más por compasión que por agudeza, calculan muy por debajo mi edad. Como
mi compañero Víctor Andresco, que hará dos años, se sorprendió mucho al conocerla;
con su ingenio habitual me pidió la dirección de mi taxidermista.
El caso es que hace un par de
meses, un amigo filipino me hizo un robado en un acto cultural en el que
habíamos coincidido, y colgó en su facebook una foto, en la que yo aparecía, de
pie, meditativo y circunspecto. "Mira: es Dante Silverio" escribió como
pie de foto, recibiendo la confirmación y asentimiento de sus múltiples
seguidores. Fue la confirmación, irrefutable, de que se me había quitado el
apresto. Y es que por muy bien que te trate la vida es inevitable un día u otro
dejar de ser Banderas para ser
Silverio.
Makati, septiembre,
octubre 2019